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Que se recuerde, ningún caso en la historia judicial colombiana despertó tanto asombro y solidaridad ciudadana con el presunto responsable de un crimen atroz y, consecuentemente, tanta indignación y graves dudas sobre la eficiencia y la imparcialidad de la administración de justicia, como el del político vallecaucano Sigifredo López.
No cabía en cabeza de nadie -excepto en la de sus acusadores- que una persona que padeció el horrendo martirio del secuestro durante siete largos años, que sobrevivió a la matanza de sus once compañeros de diputación en el 2007 y que fue finalmente liberado en el 2009, hubiera sido a su vez cómplice de sus verdugos de las Farc en el sangriento plagio colectivo y reo, en consecuencia, de los delitos de “perfidia, toma de rehenes, rebelión y homicidio”, de los que la Fiscalía dijo tener pruebas, primero para ordenar su captura con fines de indagatoria el 16 de mayo pasado y luego, el 20 de junio, para dictar medida de aseguramiento en su contra.
Por extrañas que resulten a veces las conductas humanas, la simple lógica, el sentido común, incluso la ley, indicaban que en el caso del señor López se debía aplicar en su más amplia extensión aquel principio universal del derecho “In dubio pro reo”, íntimamente emparentado con el de que “toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”, como reza el Artículo 29 de nuestra Constitución. En la Sentencia C-782/05 de la Corte Constitucional encontramos no solo una precisa definición del concepto sino una especie de reconvención a los administradores de justicia: “El proceso penal es un instrumento creado por el Derecho para juzgar, no necesariamente para condenar. También cumple su finalidad constitucional cuando absuelve al sindicado. Es decir, a este le asiste en todo momento la presunción de inocencia y el derecho de defensa, a consecuencia de lo cual se impone el ‘in dubio pro reo’, que lleva a que mientras exista una duda razonable sobre la autoría del delito y la responsabilidad del sindicado, este, acorazado con la presunción de inocencia, debe ser absuelto”.
Hay que aclarar que el proceso contra Sigifredo López no pasó de la etapa acusatoria, a cargo de la Fiscalía, encargada de reunir pruebas -materiales y testimoniales-, valorarlas y determinar con base en ellas si formula acusación ante un juez o tribunal. No es apropiado entonces hablar de que la Fiscalía “absolvió” a López, como leímos en varios medios impresos y en Internet. La Fiscalía había revocado el pasado 14 de agosto la medida de aseguramiento y lo que hizo el jueves pasado el fiscal Eduardo Montealegre fue anunciar la preclusión del proceso, ante el derrumbamiento de las pruebas y la constatación de la inocencia del procesado. Dijo incluso que, a la luz de lo dispuesto para estos casos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, habrá un acto público de reparación simbólica -“así el Estado no haya cometido un error”- por la injusta privación de la libertad al exdiputado.
Sin embargo, nosotros creemos que muchas lecciones se desprenden de este doloroso caso, por cuya positiva conclusión nos congratulamos con el dirigente liberal del Valle, con su señora madre, sus hijos y su esposa, Patricia Nieto, que tan duras batallas adelantó con sus compañeras de infortunio en procura de la libertad de sus esposos secuestrados. En primer lugar, no hay derecho a que se sigan filtrando a la prensa piezas procesales, como ocurrió con el video presentado en principio como “prueba reina”, donde una persona que resultó ser un jefe de las Farc, ya desaparecido, explica a sus secuaces el plano del edificio de la Asamblea del Valle y los detalles de la operación secuestro. Y menos se justifica que los medios beneficiarios de esa filtración, en aras de la “chiva”, corrieran a divulgarla a los cuatro vientos, señalando a López como el peor de los criminales.
Y está, por fin, el tema de los falsos testigos, que actúan por plata o por beneficios penales, nuevo cáncer de la administración de justicia. El escritor Plinio Apuleyo Mendoza asegura en su última columna en la revista Caras, titulada “Una visita nada común”, que en un patio cercano al pabellón R de La Picota, funciona “La canasta de los testigos”, de donde habrían salido los que incriminaron a Sigifredo López. La Justicia no puede ser sorda y ciega ante semejante denuncia.