Un parqueadero dialéctico, hegeliano y capitalista

Autor: Carlos Alberto Gómez Fajardo
19 junio de 2018 - 12:10 AM

El viajero encuentra, en una pequeña placa situado en un sitio discreto, casi por azar se logra su lectura, en la que nos dicen: en esta casa vivió Hegel, en tales años, a inicios del siglo XIX.

El afortunado viajero ya se ha familiarizado con las extensas colinas alemanas: el verde de infinitas tonalidades habla de la riqueza agrícola de esta nación, a la cual inicialmente, de modo quizás impreciso, relacionamos con maquinaria, con industria, con tecnología, con filosofía, con motores impecables, con unas antiguas y complejas coordenadas históricas. Luego de muchos kilómetros en los cuales hallamos miles y miles de hectáreas ricas en cereales, ya hemos asimilado una idea que no parecía obvia: Alemania es una potencia de primer orden en producción agrícola masiva. Esto lo certifican aquellas miles de hectáreas de colinas con variedades de verdes y amarillos que se alternan en sus campos de producción activa, principalmente de cereales. Como colosos en forma de signos de admiración se enfatizan los estéticos cuadros rurales con gigantes generadores eólicos que hablan de su vocación por las energías limpias, por la práctica ingeniosa y eficaz del respeto y del cuidado activo de la naturaleza y sus recursos. 

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El rumbo se va estrechando y aparece un acogedor valle, el del río Necker, en el cual, en medio de pequeñas montañas –pero siempre  con la variada paleta de los verdes de una asombrosa abundancia de bosques incluso en las zonas urbanas- está la histórica villa de Heidelberg, con su memorable y derruido castillo, símbolo del romanticismo; “…este también lo destruyeron los franceses”, es otro mensaje que pronto queda claro. 
Lo que sigue es pasear por las calles, admirar fachadas y templos, visitar la colina donde se encuentran las ruinas símbolo del romanticismo, apreciar desde allí cómo al caer de la tarde se amplía el panorama y aparecen las generosas llanuras abajo del río Necker. Este periplo es tarea que obligatoriamente realiza quien llega allí por primera vez.
Antes de lo anterior habrá que hacer algo menos agradable y fácil: conseguir un sitio de parqueadero. Esto significa vueltas y vueltas, significa la necesidad de interpretar en medio de los afanes las incomprensibles palabras germánicas que indican que algo está prohibido o que algo está permitido, significa en fin, que termina el novato conductor llegando a donde lo llevan indefectiblemente las fuerzas del azar –básicamente siguiendo las indicaciones de los conductores que le preceden-, seña casi infalible, mejor que las órdenes de los asombrosos sistemas del GPS ahora de uso rutinario, con sus vocecitas de robot. Por fin se cumple con el objetivo de hallar sitio para el vehículo. 
Se hacen los paseos correspondientes, se disfruta de la buena mesa de la región, hasta de alguna cerveza oscura, como es la norma allí. Al caer la tarde hay que regresar por el auto y al hacerlo, el viajero encuentra, en una pequeña placa situado en un sitio discreto, casi por azar se logra su lectura, en la que nos dicen: en esta casa vivió Hegel, en tales años, a inicios del siglo XIX. Si, resulta que aquella casa es ahora el parqueadero. Entonces vienen desordenadamente a la cabeza  borrosos episodio de las clases de filosofía en el remotísimo bachillerato: Hegel, la dialéctica, la oposición, los contrarios, la izquierda hegeliana, el idealismo, el romanticismo… Y detrás de todo esto, naturalmente, Marx, Engels, los profetas del comunismo, algo así como unos nietos del solemne Jorge Guillermo Federico Hegel, herr Hegel, el que recorrió aquellas mismas calles.
Volvemos a la realidad, dejamos atrás a la bella Heidelberg, retornamos a los  amplios campos, a los rosales multicolores, a los jardines cuidados con esmero por cada  vecino  alemán, refrescados minuciosamente con sus regaderas de color verde. Son jardines sistemáticos, como Kant, dialécticos, como Hegel. Crecen y se colorean obstinados, con modestia y con rigor matemático.
Atrás en el camino quedan la ciudad y su casi inaccesible, filosófico, hegeliano y dialéctico parqueadero. Es también hoy un parqueadero capitalista, tras los doscientos años transcurridos después de ser la residencia de su académico personaje. Un sitio –el lector amable nos permitirá la especulación gratuita en este caso- dialéctico, idealista, hegeliano, capitalista: buen ejemplo de lo paradójico de los antecedentes filosóficos y de los contrastes con la realidad pragmática que se nos impone en la vida común, del tránsito vertiginoso apremiante. En todo caso, el viajero, después de utilizar el parqueadero en lo que fuera lugar de vivienda del filósofo, no deja de tomar nota de algo que invita a una sonrisa: de su billetera salen unos cuantos euros que le recuerdan la dura realidad del valor –práctico, no sólo teórico- del dinero. Allí no hay dialéctica que valga, no hay tesis ni antítesis, es sólo el poder de unos euros abre sus puertas automáticas. Como en los ya muy lejanos años del bachillerato, después de salidos aquellos euros para el parqueadero hegeliano, unas misteriosas áreas de la memoria tratan sin éxito de encontrar la relación entre este dato -prosaico y materialista- con lo que decían algunos manuales: “la realidad es la unidad de la esencia y la existencia”, y “la existencia es la unidad inmediata del ser”.  ¿Qué significarán todas aquellas cosas? Parecen importantes, pero bueno, ¡vaya usted a saberlo! Por lo pronto, pase la tarjeta.

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