Los invisibles

Autor: Álvaro González Uribe
16 junio de 2018 - 12:09 AM

Su voz solo se oye en su trabajo o vida cotidiana y únicamente para efectos de su trabajo o vida cotidiana

No los entrevistan ni los destacan nunca por algún medio a no ser que una tragedia o hecho luctuoso inusual los escoja al azar. Son extras en la película del mundo. Su vida transcurre sin importancia para los demás, incluso para los demás del común, de su mismo común...

Puede ser el portero del edificio, el que lleva el periódico, quien vende frutas en la calle, el cajero del banco o la del supermercado. Y no es tener más o menos dinero o desempeñar uno u otro oficio. También puede ser el abogado que se gana la vida sin estrellatos dudosos o merecidos, el médico que te atiende en la ‘ipeese’ o el ejecutivo. Su pequeño tiempo estelar en el universo sucede cuando los saluda el jefe con cualquier ademán, ¡los hace visibles!

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Son miles, millones. Son los más en tu ciudad, país, en el mundo. Su voz solo se oye en su trabajo o vida cotidiana y únicamente para efectos de su trabajo o vida cotidiana. Sus oídos solo escuchan conectados a sus urgencias personales o familiares, ¿en qué me afectará eso que pasó? Son el señor de camisa de cuadros, el bajito de bigote, el de gorra azul, la señora de pañoleta marrón, el canoso, el gordito ese, la joven del morral, el del maletín. Raudos sobre el andén, cruzan la calle, son miles, hormiguitas.

Son los invisibles, son los que hacen su trabajo como relojitos tic-tac tic-tac, o que están desempleados como relojitos detenidos pero que suenan con un tic-tac más duro, casi estruendoso mientras más tiempo detenido.

Son cédulas antes de las elecciones y luego son votos; censables para el Dane; atracables en la esquina o en el bus, occisos; un ficho en el banco o en cualquier sala de espera, un turno; materia prima de las firmas encuestadoras de todo; una clave en el cajero; los dos últimos dígitos para la Dian. Nunca dicen “usted no sabe quién soy yo” porque en verdad nadie sabe ni sabría quiénes son.

Hinchas de un equipo de fútbol. Son una fugaz gota de la ola. Corean el gol como el mayor momento de gloria en su vida. Entre el tumulto de la tribuna insultan al árbitro como el mayor momento de poder en su vida.

Son la mayoría, desapercibida, invisible. Pero son cada uno la pequeña pieza para que este mundo funcione, mal o bien, pero para que funcione. Sin esos anónimos las empresas quebrarían, los políticos no tendrían un solo voto ni los politiqueros a quien prometer. Sin esos gobernados los gobiernos no tendrían a quien gobernar; el Estado se derrumbaría.

Y llegan a su casa, cansados, donde se pensaría que son visibles pero tampoco. Llegan a la misma hora, hacen lo mismo, cenan lo mismo. También en su casa se vuelven paisaje, como se vuelven sus quejas al aire por su trabajo, el tráfico, el jefe, la vida cara, por lo que sea. Su voz es lluvia que cae en el tejado. ¿Qué otra cosa diferente pueden hacer? Quizá un cine, o un paseo dominguero a una quebrada, o unas vacaciones cortas a la Costa e incluso hasta Miami donde son aún más invisibles.

Casi nunca les sucede nada raro, qué más da; ni son felices ni son tristes, qué más da; sufren porque la vida sube pero qué más da; son la carne de cañón de todos los males pero jamás se doblegan, qué más da. No les da depresión porque sin saber viven deprimidos entonces qué más da. Viven, sobreviven. Y no es cuestión de dinero que en la mayoría de veces sí lo es pero qué más da. Sufren a veces problemas que nadie imaginaría pero no se dejan vencer porque viven vencidos, quizá nacieron vencidos.

Nacen, no lo pidieron -nadie lo pidió, ellos menos-. Viven, su oficio es vivir. Hasta que un día mueren de muerte natural que en Colombia puede ser cualquier muerte; mueren por alguna enfermedad o de repente que en Colombia puede ser cualquier muerte.

Viven al ritmo del bus, del trancón, de su presión alta o baja semicontrolada; al ritmo del reguetón de los jóvenes del frente. Viven, digamos que sin sobresaltos en largos periodos de tiempo, digamos que ser invisibles les da cierta tranquilidad. Viven y dejan vivir, gente buena.

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Gente digamos que tranquila, sí, quizá, pero que alguna vez un día o una noche solitaria encuentran una forma de salir de su rutina: En un golpe de valentía que algunos dirán de cobardía pero que qué más da, se cuelgan de cualquier parte buscando pasar a otra monotonía tal vez menos consciente para ser visibles cuando ya ni saben que lo son… Hasta que los invisibles de medicina legal hacen su trabajo y luego los invisibles de la funeraria hacen el suyo. Y ya.

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