Aharon Appelfeld y ese no querer saber

Autor: Memo Ánjel
11 febrero de 2018 - 02:00 PM

Un asunto sobre lo que flota encima y nosotros cayendo

Medellín

Si los vagones están tan sucios es porque el viaje debe ser corto.

Aharon Appelfeld. Bademheim 1939

Negarnos la evidencia

Las cosas les pasan a los otros (morirse, por ejemplo); lo que se dice de otros podemos situarlo lejos para que no moleste; a muchos les sucede que su mundo sea al revés y yo no estoy ahí; mientras yo no me mueva, ¿qué podrá pasarme?; yo llevo mi vida y el otro la suya, etc. El asunto, entonces, es mantenernos al margen, como en una obra de teatro, en cuadros, escenas y actos, haciendo mutis o entrando, maquillados e impostando la voz. Representando, aparentando, creyendo que hay un otro lado sin hacernos más preguntas. Y que sí pasamos a ese otro lado, saltando o caminando agachados, lo que se nos venía encima cae en otra parte. Quizá por esto, porque de la realidad hay que estar saliendo, no enloquecemos. O sí, enloquecemos y, cuando el asunto se da, nos importa poco. O ni nos enteramos, pues ya estamos en un rol distinto y allí la obra que se representa es distinta. El caso es que la realidad es teatral y muta en todas las direcciones (todo depende de dónde estemos metidos), como bien sostiene en sus novelas Aharón Appelfel, el escritor israelí que murió hace poco. Y que quizá ni murió, porque estas cosas pasan cuando se entra al espacio de la verdad que ya es imposible de evadir, allí donde no tenemos más opción que ser, como les pasaba a los muertos de Bobok, el cuento de Fedor Dostoyevski. Ese Bobok lo retrae Etore Scola, en su película Gente de Roma.   

La realidad hay que observarla con detenimiento, por las partes y no por la generalidad, como se examina una planta o una culebra para hacer su clasificación y establecer las relaciones pertinentes, sabiendo que esa planta o esa culebra no están ahí por azar. Y así sea increíble, el hecho de que el sujeto, la acción y el contexto estén en ese sitio y no en otro lugar, en ese tiempo y no en uno distinto, se debe a una serie de hechos, que a su vez contienen en sí otros hechos atómicos (la teoría es de Ludwig Wittgenstein). O, como escribía Michel Foucault, que esto que se mira y huele, y que al fin se certifica, hace parte de un dispositivo, de unas etiquetas previamente determinadas. En la obra de Appelfeld, todos sus personajes están etiquetados y esto permite señalarlos, engañarlos y, si se quiere, justificarlos para el objetivo que se busca: exterminarlos. En Badenheim 1939, su novela más conocida, los personajes han sido previamente clasificados y les va a pasar algo horrible, pero ninguno se quiere dar cuenta. Ni siquiera Mandelbaum, el violinista que no toca porque espera un mejor escenario. O Frau Baum, que está encerrada porque quiere ejercer de condesa. Aquí, evadir la evidencia es un baile de ciegos. O un escenario donde vemos lo que no es y por eso pagamos. La película Ghetto, parece salida de un cuento de Appelfeld, pregonada por Pappenheim, el personaje central de Badenheim 1939, que era promotor de espectáculos.  

¿Y qué es la evidencia? Algo como un olor, un ruido, una huella. Antes de que algo suceda, la evidencia es una hipótesis. Luego de acontecido el hecho, será una tesis nacida de una pregunta problemática que pondrá nuevas etiquetas. Así, la evidencia es la presencia de algo (siendo algo cualquier cosa) que molesta y, para salirse de esa molestia, nos vamos por otro lado, decimos otras cosas, nos vestimos distinto, incluso entramos alegres en el dispositivo que se ha preparado, que es una boca que antes de tragar, besa.

La desmemoria

Lo que sea la memoria, no se ha determinado bien. La memoria se la supone como la suma de recuerdos con los que cargamos, unos más poderosos que otros. ¿Pero son todos esos recuerdos hechos reales? Aquí es donde está el problema. Es claro que la memoria parte de referentes (de lo que existe o hemos hecho existir), pues de lo contrario no podría decir blanco ni negro, ave ni pez, agua ni aire, animales ni gente, árboles ni casas. Los referentes son todos los sujetos (u objetos), con sus debidas acciones y espacios para ejecutarlas. Si recordamos algo, ese algo (lo que sea), está haciendo algo, incluso cuando se quiere significar la palabra alguedad. ¿Pero qué recordamos? ¿Lo que nos pasó? ¿Lo que quisimos que pasara? ¿Lo que les pasó a otros que leímos en un libro o vimos en una película o escuchamos en una canción? De todo tenemos una experiencia, a veces propia, en otra ajena, incluyendo las no experiencias, es decir, lo que pudo haber pasado, lo que nos ocurrió sin darnos cuenta o esto que tuvimos por un segundo y solo al ser recordado le podemos dedicar horas enteras a explicarlo, como el hecho de la conciencia de existir, un mero fogonazo, del que habla Imre Kertész en Eureka, su discurso al recibir el Premio Nobel de literatura en 2002.

Aharon Appelfeld usa su memoria para entrar en la desmemoria, que no es una carencia de memoria sino la clasificación de lo que políticamente debía ser olvidado porque remitían a la destrucción, por ejemplo, el ruteno y el alemán que habló siendo niño en los campos y pueblos de Bucovina, el medio ruso de los Bosques de Ucrania, el yidish de las playas de Italia en los campos de refugiados. Esas lenguas remiten a lo peor: al gueto, al campo de concentración, al vagar por ahí perdido entre gentes de malos pelambres, aunque a veces benefactores. Su libro, Historia de una vida, es un ingreso en la desmemoria. Y para estos se vale de imágenes que van apareciendo sin secuencia lógica, más como un museo absurdo en el que se confunde lo bello con lo feo, lo alto con lo flaco, lo amoroso con lo odioso, etc. Como dice Appelfeld, él era un niño para ese entonces y ni siquiera sabía que estaba vivo (hacía parte del paisaje, como diría José Saramago) sino que se movía, curioseaba, veía hacer a los otros. Y la vida era así, imágenes de la vida: hombres, mujeres, pasiones tristes, contrabandos, pervertidos, locos, seres rezando en vano, un mar, un río (el Prut), un barco, campamentos de asilo, una lengua nueva que casi no es capaz de aprender, siendo ya adolescente y con el recuerdo cambiante de una madre muerta (de que había muerto sí estaba seguro) y del encuentro con un padre que encontró en una escalinata, y del que sólo tiene claro que lloró mirándolo a él (ni siquiera lo abrazó) y desapareció por algún lugar. ¿Fue el padre, fue una invención de Appelfeld? ¿Fue la palabra aba (padre) que había aprendido en hebreo? Toda pregunta es una desmemoria. Y toda desmemoria un indicio, un principio de evidencia, un camino y un muro al final donde ya la respuesta se agota, lo que deja parte de la pregunta viva. La literatura de Aharon Appelfeld fue una pregunta que trasladó a sus lectores para qué se hagan otras con ellas. Es que algo terrible pasó y eso que pasó flota por ahí, como esa Katerina que se volvió judía cuando los judíos dejaron de existir en las tierras de Europa del este. Ella había anotado las palabras claves en un cuaderno, unidas a la imagen de la única mujer que le dio calor.

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La desmemoria es el olvido, dirán. Sólo que no es un olvido sino un recuerdo camuflado, una referencia trucada, una memoria en un baúl que se abre con una situación inesperada: un olor, una cara, una mirada, un sonido. Para olvidar habría que encerrarse y perder toda noción, incluyendo la de nosotros. Muchos intentan olvidar leyendo libros extraños, solucionando ecuaciones imposibles, tratando de que D´s les hable. Pero nunca se olvida, solo se guarda. Y buscar en esa desmemoria, ser consciente de que hay algo todavía no visto ni sentido, es el objetivo de Aharon Appelfeld. Busca en su propia vida, en las historias absurdas de gente que espera un espectáculo mientras la muerte los va cercando y que, como dice Philip Roth, todo eso que narra pareciera provenir de los cuentos de Bruno Schulz, el autor de La calle de las tiendas color canela o de El diario de la Clepsidra, y de muchos dibujos insinuantes, casi a medias, de gente que espera al Mesías sabiéndolo o sin saberlo. A Bruno Schulz lo mata de un tiro un tal Karl Günter, miembro de la Gestapo.

Pero Aharon Appelfeld no es Schulz ni Kafka (como también han dicho), sino alguien que, capturando imágenes como quien va desgranando una mazorca o cazando mariposas o viendo moverse a los gusanos, destapa el olvido y, así, el lugar común de lo que pasó desparece para convertirse en un sí mismo que Appelfeld habita en otros que no veían flotar la tragedia que entraba por las puertas de sus casas, entretenidos como estaban en olvidar sus raíces, tradiciones y primeras palabras aprendidas. Que esto se escribiera, gustó poco a muchos.

Appelfeld en lo suyo.

Debido a su escritura sencilla y de hechos simples, Aharon Appelfeld se lee como bebiendo agua. Nada en su prosa molesta y el lector va por el camino sin perderse. Un camino que comienza amplio y bello y luego se va convirtiendo en lo impensable, en el absurdo y al final en una de las tantas respuestas que Appelfeld se da sobre una misma pregunta: ¿Si yo estaba ahí, que fue lo que pasó? Y si no se sabe, hay que habitar un doble, irse con él, estar esperando un espectáculo cuando lo que te van a hacer es matarte (Badenheim 1939). O volverse una mujer que servía en casa de los judíos, aprendió yidisch y que al fin fue la única que quedó en unas tierras en las que ya nadie más se llamó Reuven o Búmale o Sara o Rikve (Katerina). O ser un comprador de antigüedades que no sale de un mismo círculo de viajes y al encontrar al asesino de los suyos, no sabe qué hacer con él (Via férrea-Mesilat barzel). O ser su mismidad en fragmentos hasta que el lugar donde puede encontrarse consigo mismo es destruido, como pasa en Historia de una vida (Sipur-Jaim). Appelfeld es un recopilador de fragmentaciones y su memoria fue buscar en la desmemoria y en la evidencia que no se quiso ver ni sentir. Murió en Petaj Tikva en enero de 2018, con ochenta y cinco años y cara de niño. Ese niño que nunca dejó de ser, que solo escribió en hebreo y que solo al notar que algo pasaba, lo puso en guardia para salirse a tiempo del infierno o lo que esto signifique. Philip Roth, en la novela Operación Shylock, incluyó la entrevista que le hizo a Appelfeld para el libro El oficio (sobre escritores y escrituras). En la novela, Appelfeld es un personaje que al final se le disuelve, inasible, que siempre lo espera para tomarse un café y fumarse un cigarrillo. Y que se le escapa porque Roth o su doble llegan tarde.

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