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lo que no se puede hacer eludiendo lo fundamental, el aceptar que existe, el tener que aceptar que al matar a Dios sustituyéndolo por la procacidad del consumo se ha abierto en nuestra vida social un interregno que si bien distrae momentáneamente el espectáculo, no cesa de merodear la vida cotidiana con sus imágenes oscuras. O sea que si bien, supuestamente nadamos en la abundancia económica, en el interior de cada quien se sabe que nada es seguro, que todo es precario ya que al contrario de las antiguas economías en las cuales se estructuró la sociedad, estas economías golondrinas son fugaces y al marcharse solo dejan ruinas, espanto.
Aceptamos el saber que ya la mercancía no es importada sino clonada, lo que evidencia una conformidad con el fraude en nombre de la moda, una apariencia desequilibrada que aumenta la zozobra ante el temor de hacer el ridículo en público, pues por la calle las gentes populares visten y calzan marcas clonadas cuestionando desafiantemente aquello por lo cual se pagaron precios exorbitantes. Pretender que el alto precio de un producto es sinónimo de calidad es un error de apreciación en una economía donde desaparecido el gusto de las antiguas elites impera hoy la filosofía de comprar por comprar para dar salida a las excesivas ganancias.
La realidad diaria nos demuestra que cuando el capital se objetiva ya no crea sospecha sobre su origen. La relajación de costumbres como se solía denominar a estas caídas sociales ha dado paso a la normalización del delito y a la acreditación del delincuente como un ciudadano más. Ejemplo: las actuales elecciones para Alcaldes y Gobernadores.
No nos asustemos entonces al mirar el espectáculo de la bancada uribista buscando ciegamente la sombra del ganador y no de quien representa la democracia a defender. Esta mutación de valores producida por la idea de que lo que da ganancias es legal, se ilustra con varios ejemplos: los caballos de paso exonerados ya de cualquier tipo de sospecha y reincorporados a la vida nacional, el hecho de que procuradurías y fiscalías prácticamente desaparecieron o nadie recuerda sus funciones. Y los cantantes de vallenato cuyo cambio de apariencia ha sido tan vertiginoso que en poco tiempo desaparecieron las “tres puntás”, la mochila y el vestido de dril, pasando del folclor a las camisetas y ropa interior de Versace, a las gruesas cadenas de oro, al toque más sofisticado de peluquería y al cambio de la candorosa campesina por sofisticadas mujeres de trajes exclusivos. ¿No es este el nuevo país, o sea la mezcla exacta de AUC, Farc, corrupción y narcotráfico? ¿No son estas las estéticas y las éticas de ese capitalismo de ficción como lo llama Vicente Verdú? No nos extrañe entonces que Cesar Gaviria haya descuidado su tarea de recuperar el Partido Liberal y hoy esté más preocupado por descubrir jóvenes artistas plásticos, que Jaime Dussán sea un habitual contertulio del Club El Nogal, que las revistas de alta frivolidad bogotanas consideren de mal gusto referirse a los desplazados, a los secuestrados, pues la responsabilidad moral se considera algo sobrepasado en este juego de capitales.