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Existe una aspiración generalizada en la universalización de la democracia, porque a pesar de todos sus problemas ha sido más exitosa que otros modelos en los tres continentes en los que con mucha dificultad logró instalarse casi unánimemente y parece que para siempre: Europa, América y Oceanía. Uno de sus grandes éxitos ha sido la paz religiosa, que por milenios causó muchas guerras, porque en este casi medio mundo en general ya se puede creer en esto o en aquello o no creer en nada sin grandes conflictos. Pero sigue existiendo una tensión entre creyentes y no creyentes que no favorece el buen funcionamiento de las democracias ni esa aspirada universalización de la misma. Esto se debe a que una buena parte de los intelectuales y científicos son al mismo tiempo que defensores de este modelo agnósticos o radicalmente ateos (un 60%), mientras que la mayor parte de la población mundial cree que hay un Dios o una realidad sobrenatural de algún tipo (un 70%). En una buena parte de los escritos sobre este tema del primer grupo se insiste en que el abandono de las creencias religiosas puede contribuir a tener mejores democracias y a que estas se extiendan. Hay un pequeño número de intelectuales entre ellos que sencillamente defiende la secularización o independencia del Estado de los poderes religiosos, lo que es una conquista realmente irrenunciable de la modernidad y en ello tienen razón. A otros pocos les molesta la intromisión de las iglesias en dos o tres temas complicados, como el aborto y la unión legal de personas del mismo sexo y su derecho o no a adoptar, y ahí sí hay un verdadero conflicto aún por resolver, aunque muy limitado a estos asuntos. Sin embargo, la mayoría de los intelectuales y científicos agnósticos que son al mismo tiempo defensores de la democracia, por lo menos los que opinan con más audiencia, expresan en sus escritos, conferencias, entrevistas y conversaciones informales, un desprecio por las creencias religiosas de otros ciudadanos de las democracias. Bien sea afirmándolo abiertamente o insinuándolo, señalan que esas ideas no agnósticas por sí mismas son negativas para el buen funcionamiento y mantenimiento de los sistemas políticos democráticos y su extensión a más países. Los argumentos no son muy sólidos, porque se basan en acontecimientos históricos de otros tiempos como la inquisición o la corrupción en la cúpula de la iglesia católica, o en el fanatismo destructivo de unas minorías dentro de las más multitudinarias religiones y los escándalos sexuales o financieros en varias iglesias. Pero lo cierto es que aunque no está probado de manera irrefutable, como afirman los líderes de muchas iglesias y algunos intelectuales creyentes, que las creencias religiosas fueron la base de la democracia y hacen que realmente estas funcionen, tampoco está demostrado lo contrario. Así las cosas, el vaticinio de que para el siglo XXI esas creencias en cuestiones sobrenaturales se iban a reducir a su mínima expresión falló tan rotundamente como la aspiración de comunistas y fascistas de que sus dictaduras preferidas se impondrían al modelo democrático, que veían como defectuoso y con fecha de vencimiento anunciada. Religión y democracia van a tener que convivir en este nuevo siglo y milenio, porque la primera continúa expandiéndose y se va a mantener por lo que parece indefinidamente en casi todas partes donde se va instalando, y la segunda, todo indica que nació y morirá con la humanidad.
*Profesor Titular Universidad Nacional