Yourcenar y la aritmética tonta

Autor: Carlos Alberto Gómez Fajardo
8 enero de 2019 - 09:02 PM

El proceso educativo debe incluir el aprecio por el estudio, también el aspecto del disfrute, gozo y alegría que aporta un poco de juego y estética coherente con la lógica.

Hay maneras interesantes de enseñar matemáticas. Debe haber también maneras más o menos absurdas y arduas de hacerlo, a pesar de ser esta una de las expresiones más bellas del alcance de la lógica y la creatividad humanas, con asombrosas implicaciones prácticas en el momento de aplicar estos saberes al mundo de la ciencia y la tecnología. Esto lo conocen por propia experiencia quienes se hayan deleitado con la lectura de El hombre que calculaba, de Malba Tahan, pseudónimo del autor brasileño Julio César de Mello y Souza: el sabio y agudo Beremiz Samir,  observador, poeta, genio de los números, vive en medio de apasionantes aventuras, su viaje hacia Bagdad. En esta inmortal obra está contenida la colorida historia de la invención del juego de ajedrez para superar los momentos de infinita tristeza del rey que perdió a su hijo, el difícil problema de la repartición justa de los 35 camellos entre tres hermanos, la curiosa serie de los cuatro cuatros… La obra del narrador y profesor brasileño es una acertada combinación de ingenio, reflexión, cálculo, psicología aplicada, poesía y enseñanza de la ética. Al final, Beremiz, el hombre que calculaba, superando muchas pruebas, contrae matrimonio con la bella e inteligente estudiante cristiana Telassim; en su compañía el sabio encuentra la felicidad.

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Leyendo a Marguerite Yourcenar se encuentra un interesante párrafo sobre el asunto de la enseñanza de la ciencia de los números, con  inevitables consecuencias de carácter metodológico que servirían como base de reflexión para maestros y docentes de las disciplinas matemáticas, y por qué no, de muchas otras áreas en las cuales se presentan problemas metodológicos y de motivación en la tarea educativa; dice Yourcenar: “La aritmética no era mi especialidad, los problemas me parecían tontos: ¿qué cantidad de fruta se obtiene cuando se llena una cesta con tres cuartos de manzanas, un octavo de duraznos y dos dieciseisavos de alguna otra cosa?  Yo no veía el problema; me preguntaba por qué se arreglaba una cesta de esa manera, en consecuencia, no había solución”.

Así, naturalmente, las cosas se convierten en aporías, en caos, marañas de trucos y artilugios. Quizás algo similar a lo de los retóricos y los sofistas, que no fueron exclusivamente un fenómeno de la antigüedad: pretendían enseñar solamente para persuadir, no para amar la verdad. No debemos olvidar el hecho cierto de que los docentes del siglo XXI nos parecemos a los  habilidosos retóricos de la Atenas que hicieron ejecutar a Sócrates: se recibe remuneración por el hecho de enseñar, al contrario de lo que hacía el propio Sócrates, un tábano incómodo para la sociedad pues su preocupación sí consistía en la aproximación honesta a la verdad.

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La enseñanza es exigencia, pero también es sencillez, creatividad, amor por la genuina transmisión de saberes que hará posible  el aumento del caudal de los mismos. De lo contrario, generaciones de alumnos que renuncian a la inteligencia serán aptos sólo para la repetición de técnicas foráneas a las cuales se les ha llamado “innovación” y tal vez serán exitosos pragmáticos utilitaristas que obtienen resultados pero que son incapaces del discernimiento ético por su ceguera para valorar la bondad o maldad de sus acciones. El proceso educativo debe incluir, como lo han enseñado los clásicos,  el aprecio por el estudio, también el aspecto del disfrute, gozo y alegría que aporta un poco de juego y estética coherente con el ejercicio de la lógica. Muy probablemente a la gran escritora Yourcenar le habría simpatizado mucho tener un encuentro literario con el sabio matemático y poeta Beremiz Samir.

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