Yo particularmente recuerdo dos cosas: la gran vitalidad del barrio, y a ese anciano de origen campesino, presentándonos su cosmovisión: ¿para que trabajamos?, ¿qué sentido tiene la vida? ¿qué significa ser un hombre?
Hace algunos años conduje a un grupo de turistas extranjeros a conocer cierto barrio de Medellín, justo donde termina la ruta del metrocable. La experiencia inició en un hotel de El Poblado de donde salimos caminando a la estación del metro más próxima. Entre los vagones hablábamos sobre la ciudad, sus dimensiones, su historia y sus retos de futuro; en el medio de todo esto, un par de citas, unas cuantas cifras, lo usual.
Luego, montados en las canasticas del metrocable empezamos a ver como la ciudad comenzaba a transformarse. En ese recorrido, visto desde la perspectiva de los pájaros, de los aviones y de Dios, la experiencia es más veloz y más fácil. Desde arriba, se daban eruditas recomendaciones en tres idiomas. Era un grupo de ciudadanos europeos de muy alto nivel académico, político y económico. Incluso algunos tenían títulos doctorales de universidades de prestigio.
Pero cuando llegamos al barrio la vitalidad nos sobrecogió. La belleza no alabada de la vida urbana (con raíces campesinas) floreciendo a pesar de todas las capas de precarización. El carro de frutas totalmente surtido y pintado de mil colores, la vendedora de obleas poniendo en dos delgadas hojas catorce productos distintos, los mangos cortados en espiral y servidos con sal, limón y pimienta. Las empanadas recién salidas y humeantes, los buñuelos girando aún en el aceite. La mazamorra y su ruido singular, el café de termo…
Caminaba por la acera un señor con unas maletas inmensas, en las cuales llevaba desde la tiza mata-cucarachas hasta los nuevos audífonos para el celular, era como un personaje mágico (por no decir macondiano) que en sus alforjas llevaba las nuevas maravillas de los mundos lejanos.
El sol estaba perpendicular, la aburrida mañana gris de repente se había convertido en verano. Al parecer estábamos en vacaciones escolares, porque recuerdo a cientos de chicos jugar y montar en bicicleta en derredor. Los turistas se pusieron sus gafas de sol.
En el tercer piso de un edificio se veía un puesto de chance, en el cuarto una peluquería, en el segundo había un letrero que ofrecía a un paseador de perros, en otro más alto decía venta de tamales. En el parque unas mujeres hablaban de la fundación de una natillera.
Era un lugar nuevo, donde muchas familias habían migrado por situaciones de seguridad, por acceder a programas nacionales o municipales de vivienda, por la adquisición de un crédito y un subsidio, en fin. Los porcentajes de subsidio podían variar de torre a torre y de apartamento a apartamento. La escuela y la iglesia estaban en ese entonces todavía en construcción y adecuación.
En una franja verde entre dos torres de apartamentos, un hombre mayor (casi octogenario), nos saluda y nos presenta su huerto. Era increíble como en tan poco espacio tenía tantas variedades de plantas y frutales. Cada centímetro era utilizado con gran eficiencia. Uno de los turistas le dijo en alemán a su amigo, para que él lo tradujera al inglés, y para que el traductor lo pusiera en español, y así, entre todos, poder conversar con él. El dialogo fue corto, era un hombre de pocas palabras, aunque muy cortés. Así lo recuerdo, acompañado de un susurro en otras lenguas.
Recuerdo un silencioso descenso, solo interrumpido por una afirmación posteriormente traducida: “Y yo que creía que venía a enseñar”. Recuerdo que descendimos con una sensación de vacío. No sé muy bien si esos turistas recuerdan algo, o que parte de este viaje recuerdan. Yo particularmente recuerdo dos cosas: la gran vitalidad del barrio, y a ese anciano de origen campesino, presentándonos su cosmovisión: ¿para que trabajamos?, ¿qué sentido tiene la vida? ¿qué significa ser un hombre?