Sobre Stefan Zweig y el libro de la vergüenza

Autor: Memo Ánjel
22 abril de 2020 - 04:43 PM

Magallanes, libro que le demandó casi dos años hacerlo, fue su gran homenaje a América del Sur, aunque no el único, pero si el más amplio, como el mar que se extendía, como la selva en crecimiento

Medellín

Y como se ensombrece su interior, se ensombrece también el mundo externo.

Stefan Zweig. Magallanes.

Un viaje al final

En la promoción de la película Das Wunder von Bern (El milagro de Berna), se lee: Jedes Kind braucht einen Vater Jeder mensch braucht einen Traum. Jedes Land braucht eine Legende (Cada niño necesita un padre, cada hombre necesita un sueño, cada país necesita una leyenda). Antes de suicidarse, esta frase bien la pudo pensar Stefan Zweig. En 1942, en Brasil, el escritor y biógrafo estaba huérfano de patria, había perdido los sueños porque antes que grandeza lo que veía era una decadencia terrible y ya no había opción de leyenda, pues los escritores e intelectuales de la tierra que lo había acogido lo acusaban de estar colaborando con la dictadura. Y si bien esto nunca fue una realidad, como bien lo denunció Jorge Amado, ya que antes que pruebas lo que sentían sus acusadores era envidia y odio, pues Zweig, aún en el exilio, seguía produciendo y vendiendo sus libros en tirajes de más de cien mil ejemplares, lo cierto es que la acusación entró en su corazón sensible como la puñalada que narra la letra del tango: con rabia de esta vida.

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Esos días de exilio y huida, de muerte cercana y lejana, donde uno también se muere cuando los propios están muertos o confinados en campos de concentración y exterminio, de tanta soledad y tanto miedo, tanta premonición terrible y tanta exclusión, llevaron a escribir a Zweig, antes de suicidarse con Lotte, su mujer: “Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento, y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi trabajo una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma. Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin patria. De esta manera considero lo mejor, concluir a tiempo y con integridad una vida, cuya mayor alegría fue el trabajo espiritual, y cuyo más preciado bien en esta tierra estuvo en la libertad personal. Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto”. La nota es de 1942 y tiene fecha del 23 de abril. Para el suicidio usaron un desinfectante casero, eso dijeron los envidiosos y enemigos, entre ellos, Laureano Gómez.

Stefan Zweig era un hombre impaciente en los viajes (no así en el mundo de su jardín), quizá porque se movía sin poder hacer nada importante, como no le pasaba en la quietud. Pero en los viajes se piensa (el encierro obliga) y, en lo que pensó en el mar (iba a Brasil), nació lo que Zweig llamó un libro nacido de la vergüenza: Magallanes, la historia de la primera vuelta al mundo y de un gran confinamiento intensivo en medio de mares desconocidos.

Magallanes, el libro de la vergüenza

Cuando se escribe un libro acerca de alguien no se está escribiendo sobre ese personaje determinado sino sobre el mundo. Como se lee en el Talmud, lo que toca a un hombre toca a la humanidad entera. O, en términos de Giordano Bruno, lo que es una flor también es un cielo estrellado. Esto lo tenía claro Stefan Zweig. Sus libros no se suscriben a un solo hecho, sino que se amplían como un paisaje de verano y el lector, además de recibir la historia que se promete en el título, también recibe detalles sobre el mundo circundante, acerca de los preámbulos y lo que fue necesario para que esa historia se diera. Como decía don José Ortega y Gasset, el hombre no es él solo (como unidad que aparece por generación espontánea) sino que nace de unas circunstancias que no sólo lo hacen posible sino un hecho necesario. La historia, entonces, es atómica y caótica, pero al momento de conectarse, precisamente por ley de caos, configura un sistema y de allí sale la grandeza o la miseria, la tragedia, la comedia o los inicios del Apocalipsis.

Magallanes por Zweig

Magallanes, obra de Zweig

En su primer viaje a Brasil, en 1936 y en trasatlántico de lujo, Stefan Zweig está impaciente por llegar. Lo cansan ese mar siempre igual, las noches sin cambios, la gente que se mueve a su alrededor, los que leen y bailan, los que comen a la carta y los que van por el barco como si estuvieran en tierra, pero encerrados. Y como está aburrido en ese viaje que pareciera no terminar, trata de pensar en algo y de repente, como él mismo lo escribe en el prólogo de Magallanes, siente una inmensa vergüenza. Ese viaje que él hace es un paraíso, dos paraísos, tres paraísos (imposible encontrar el sustantivo) en comparación con el que hicieron los navegantes del siglo XV y XVI que atravesaron el océano Atlántico. Ellos no sabían a dónde iban a llegar ni en qué día, comían las mismas galletas y el mismo pescado todo el tiempo, resistían el calor y el frío sin más que quitarse la camisa o ponerse una manta sobre los hombros. Y nadie sabía dónde estaban. Su única conciencia era el hacinamiento en medio del mar. No iban como él, perfumado y bien vestido, con posibilidades de leer o bajar al salón a conversar o jugar a las cartas, listo a pedir una copa o una comida especial o irse a dormir al camarote en el que hay calefacción o ventiladores, según sea el clima. Zweig sabía para dónde iba y tenía un día de llegada, ellos no. Pensando en esos hombres que se apiñaban en pequeños barcos y no tenían más ruta que el azar, Stefan Zweig se siente avergonzado y, como escritor, en obligación de reparar ese pecado de la impaciencia y la ignorancia.

Magallanes, libro que le demandó casi dos años hacerlo, fue su gran homenaje a América del Sur, aunque no el único, pero si el más amplio, como el mar que se extendía, como la selva en crecimiento. Sabemos que mientras estuvo en Brasil, donde hizo amistad con el historiador colombiano Germán Arciniegas (el más grande investigador sobre Américo Vespucci), Stefan Zweig escribió Brasil país del futuro y alentó a Arciniegas para que escribiera El caballero del dorado, la historia del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada. O sea que antes de morir, el escritor judeo-austriaco se fue llenando de Sudamérica, de sus posibilidades y del lugar destacado que tendría en el futuro de geopolítica de la Tierra, algo que no creyeron en 1940 (y creo que todavía no lo creen) los mismos sudamericanos, tan propicios (muchos) a las emociones tristes (la rabia es una, la credulidad otra), la traición y el ejercicio continuado del rencor y codicia. Y a no ver más que de la cintura hacia abajo, envidiando.

En este libro de Magallanes, Zweig hace un canto a las especias, denuncia el papel de los intermediarios en el comercio y entra en el espíritu de los portugueses y españoles que se dieron a la mar desconocida alentados por las posibilidades de comercio con el oriente porque, y en esto es claro el libro, no les interesaba ni D-s ni el rey sino el dinero y la aventura. Y poblar la tierra con su simiente. O sea que los movió el intercambio, la necesidad de mezclarse y de ese mestizaje lograr un pueblo nuevo. Como Brasil, país en el que Stefan Zweig se asombraba con la multiculturalidad, la tolerancia religiosa (por esos días), los colores variados y la alegría de vivir aún bajo condiciones políticas y económicas extremas.

En este libro de la vergüenza, Magallanes, en el que se manifiesta entre líneas una crítica severa a los estados nacionales y totalitarios y a la tecnología que se usa para someter al hombre y, como sucedió con el nazismo, para exterminarlo,  Stefan Zweig plantea la teoría del valor frente al azar, de la solidaridad en el peligro, de la amistad y el sentido de estar vivo, no como un objeto que se exhibe sino en calidad de ser con pasiones y virtudes, en movimiento, dispuesto a sentir más que a tener. Diría que Brasil, y por extensión Sudamérica, lo ha tocado mucho y el escritor judío-austriaco se embriaga con sus imágenes.

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Hoy se sabe que Stefan Zweig no sólo era amigo de Sigmund Freud sino un apasionado de las teorías psicoanalíticas de éste. Y no por el carácter intelectual y científico que encerraban sino porque allí aprendió que, para entrar en el alma de un personaje (como hizo Zweig en todos sus libros), es necesario desnudarse de prejuicios y tocar lo más sensible del sujeto tratado, llegando incluso al dolor y a las pasiones más desmesuradas. De esta manera no se está creando una figura de cera sino un ser humano digno de ser amado y odiado, respetado y burlado, y no alguien que deba ser visto como una pieza de museo. De aquí la grandeza de las biografías y novelas de Zweig, que engrandecen al idioma alemán como lenguaje de escritura profunda, acreditándolo como una lengua de conceptos y más sustantivos que adjetivos. Alguien decía que Stefan Zweig no es fácil de leer porque su escritura es fría y no alegre como la de los escritores españoles o latinoamericanos. Yo diría que lo que carece es de adjetivos, o sea de mentiras.

Pequeño final:

En el libro Momentos estelares de la historia, Zweig cuenta la historia de los trece del Perú, esos hombres que sin saber qué les esperaba siguieron a Pizarro atravesando una línea que éste dibujo con la espada sobre el suelo. Quizás Zweig pensó en esta historia cuando decidió matarse. Quizás pensó en Magallanes, que buscando darle la vuelta a la tierra no lo logró y fue asaetado por los hombres de las Malucas. Quizás pensó que Brasil era una oportunidad pero que la política y los intereses creados de los intelectuales locales (que negaban perniciosamente ser lo que eran) no la permitían. Supongo que se piensen muchas cosas antes de suicidarse, en especial todo eso que duele. Y en el caso de un judío (Zweig nunca renegó de su condición), en que no debe matarse. O en que ya estaba muerto.

En el prólogo de El caballero de el dorado, Germán Arciniegas dice que Cervantes tomó como modelo de Don Quijote a Gonzalo Jiménez de Quesada. Este dato se lo dio, como reconoce Arciniegas, Stefan Zweig.  Ya, en El caballero de El dorado, el modelo a tomar por Arciniegas son los libros de Zweig, su profundidad, su amplitud, ese amor libre de moralismos por los personajes. A partir de ahí, Stefan Zweig se integra al sentir Sudamericano, que unos toman y otros dejan. Y algunos traicionan, en especial los que tienen miedo de ser lo que son: una aventura.

El Kadisch es una oración hebrea que se le reza a los muertos. Le canta a la vida. Y la huida de Zweig, su última vida (huyó de Austria en 1934), pudo terminar en Inglaterra, en Los Estados Unidos, en Cuba, pero escogió Brasil. Un Kadisch allí es más sonoro, se rodea de verde y le hacen coro los pájaros, el horizonte es más amplio y el aire más limpio. Y partir hacia la nada no da tanto miedo. Hay más miedo en el mundo.

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Comentarios:

Alberto
Alberto
2020-04-25 10:34:20
Señor Memo Ánjel, se dice que la vida de Stefan Zweig también pudo terminar en Colombia. Sabe algo de esta historia?

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