Reflexiones desde una biblioteca

Autor: Alfonso Monsalve Solórzano
5 abril de 2020 - 12:04 AM

Yo prefiero aferrarme a los hechos y estos indican que, por ahora no estamos cerca de superar la pandemia y que lo más inteligente es admitir lo que los que saben, recomiendan

Medellín

Hoy voy a proponer un ejercicio diferente. Atrapado en dilemas que la pandemia ha puesto sobre la mesa, como salud versus economía (¿la abrimos o la apagamos?); y/o control social ejercido por el estado (cuyo extremo es el Gran Hermano que aplican en China, que, a través del celular y otros dispositivos, monitoriza cada movimiento de sus ciudadanos) versus libertad individual, tan cara a nosotros los liberales filosóficos, quisiera pensar desde otra perspectiva, aprovechando que el aislamiento me ha permitido ojear algunos autores y textos que he amado en el transcurso de mi vida. Todos muertos, todos vivos en su pensamiento (la filosofía todavía nos permite seguir hablando con gente que lleva muerta más de 2.400 o más años). Schopenhauer, el pensador del pesimismo; Wittgenstein, que hizo el mundo desde la lógica y el lenguaje; Borges; el maravilloso cultor del infinito matemático en forma de relatos y poemas.

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Fue precisamente este quien dijo que el paraíso tiene forma de biblioteca. En el Poema de los dones, habla de su ceguera y el dolor que le produce no poder disfrutar como quisiera de su biblioteca:

Lento en mi sombra, la penumbra hueca

Exploro con el báculo indeciso,

Yo, que me figuraba el paraíso

Bajo la especie de una biblioteca.

Y es que cuando uno está entre los libros, el mundo fluye en compañía de miles que tienen algo que decir, que están ahí cuando uno los necesita y callan cuando uno lo cree necesario. Y estos días, son precisamente de apelar a la sabiduría o a la estulticia que guarda la biblioteca para pensar o tragar u olvidar, lo que sea que está pasando actualmente. Porque los datos cruzan tan vertiginosos y abigarrados que hacen que nos sintamos como Funes el Memorioso, que gastaba un día en recordar un día. El detalle oculta la forma, el abigarramiento, la esencia.

Y enfrento mi día con la única certeza de que soy un pesimista que he denominado metodológico, aquel que piensa con Schopenhauer que “un pesimista es un optimista en plena posesión de los hechos” (The essential Schopenhauer). No sólo estamos inundados de información, sino también de especulación frente a la pandemia. Ya todo mundo es docto en el asunto. Yo prefiero aferrarme a los hechos y estos indican que, por ahora no estamos cerca de superar la pandemia y que lo más inteligente es admitir lo que los que saben, recomiendan. El punto es que, incluso estos, tienen posiciones divergentes, no en el campo de la epidemiología y la cura, sino en los de la economía y la política, porque algunos han convertido su ambición personal en lo que quieren presentar como una política pública razonable en contraposición a la del presidente, o incitan abiertamente al odio y a la rebelón, aprovechando las necesidades y las frustraciones de la gente, que en circunstancias como estas surgen. Por eso, si las cosas no cambian, seguiré siendo un pesimista sobre el futuro que nos espera.

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A menudo pienso en mis amigos creyentes. Su fe los mantiene y yo respeto profundamente eso. Pero, otra vez con Schopenhauer, pienso que, “Si Dios creó el mundo, yo no querría ser ese Dios. La miseria del mundo me desgarra el corazón” (Respuesta a la ética de la ciencia y de la religión). La pandemia ha mostrado lo feo de todas las sociedades. Y, en nuestro caso, no puedo con los ancianos desalojados, los que se quedaron sin ingreso alguno, la gente con hambre, el grupo de venezolanos tirando al suelo la comida que les aportó el estado, porque lo que deseaban era plata.

Finalmente, con el Wittgenstein de su primera etapa. A veces siento que lo que verdaderamente quiero decir, es inexpresable, que lo que pienso, carece de sentido, que “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Tractatus 5.6). La ciencia está haciendo su mejor esfuerzo y es posible que en un futuro razonable se halle la cura para este virus. Pero la globalización de las infecciones y la soledad como epidemia son fenómenos nuevos y todo indica que no sólo la tecnología o el alargamiento de la esperanza de vida aumentarán. También el dolor. Lo que me lleva de nuevo al pesimismo metodológico, y, de nuevo a Wittgenstein: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta” (Tractatus 6.52)

 

 

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