Resulta doloroso ver como una prestigiosa revista bogotana no pudo deshacerse de uno de los columnistas más tóxicos del país, solo porque al echarlo perdía audiencia
Se llenó Colombia de un estilo periodístico tóxico, salido del cubilete de personajes llenos de odios que señalan y acusan con verdades que nunca pueden ser probadas en los tribunales, que es donde se juzga a las personas por los crímenes que haya cometido. Bueno, a veces solo lo hacen por negocio, por la imposibilidad de sobresalir por cosas distintas de ser el que cada ocho días ataca a Uribe, o la que semanalmente habla mal del presidente Santos. Seguramente tienen el respaldo de los directores y dueños de los medios y hasta son incitados a sembrar un odio que nos está enfermando a todos en este país.
Pero ¿de dónde salen las presuntas verdades? Resulta insólito que la Corte asuma una investigación por el mero decir de una reportera sin ninguna gracia profesional que por arte de mafia se ha vuelto la nueva estrellita de los medios. Pareciera que hay una estrategia de filtraciones para generar el escándalo antes que las intervenciones judiciales y la noticia seria y veraz. Se vuelven célebres por cuenta de una mala concepción de una profesión que debería ser sagrada por todo lo que significa para la formación política de un país, como lo es el periodismo, sobre todo el periodismo de opinión.
Si lo que se pretende es lograr que seamos un país decente, hay que denunciar todo lo malo, lo delictivo, lo indelicado, pero no de una persona o grupo, sino de todos los que en ello incurran. La investigación periodística sólo tiene sentido cuando el objetivo es liberarnos de las malas prácticas y de los servidores corruptos. Pero cuando se impregna la noticia o la columna de ese odio morbosos que acusan algunos, la cuestión se va volviendo maluca, para usar un término de las señoras paisas. Cuando se sesgan los hechos, se pierde la objetividad que debe tener el trabajo de un buen comunicador.
El periodismo a cualquier nivel es una función social que conlleva una responsabilidad profesional y ciudadana inmensa. Tiene que estar al servicio de la ciudadanía y no de intereses políticos o económicos. La imparcialidad debe transversalizar el trabajo informativo, una actividad que se tiene que regular como si se tratara de la función pública desprovista de parcialidades, universalizando la verdad, puesta al servicio de la vida y el bienestar genera. Y aunque esto no sea objeto de la norma jurídica, debería imponerse entre los abnegados profesionales que a ello se dedican como un imperativo ético.
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Hay mucho trabajo en las facultades y escuelas de periodismo para rescatar la ética de la verdad y la justicia entre los aspirantes a comunicadores. Hay que formar sin sesgos, sin inculcar odios, haciendo los mejores ciudadanos. Pero los medios tendrán que hacer catarsis, pues resulta doloroso ver como una prestigiosa revista bogotana no pudo deshacerse de uno de los columnistas más tóxicos del país, solo porque al echarlo perdía audiencia. Es que solo el rencor nos está guiando, ese comportamiento irracional, poco profesional, que nos devuelve a la barbarie, a las malas decisiones y a envenenarnos el alma.