Llanura, soledad y viento, una forma más benigna de mirar la selva

Autor: Lucila González de Chaves
24 marzo de 2019 - 07:52 PM

Introducción a la riqueza narrativa y documental de la novela de Manuel González Martínez sobre una de las regiones más interesantes de Colombia.

Medellín

Lírica, horror, desolación en Rivera

 

La literatura colombiana ha mostrado con orgullo su narrativa sobre la selva americana: Vorágine, de José Eustasio Rivera, obra insuperable, llena de cantos a la belleza sin igual del escenario en que se desenvuelve. Escenario que, mediante la mágica pluma del autor, constituye también uno de los principales personajes de dicha novela. Nadie ha podido leerla pasando por alto las impresiones de horror y de angustia, la terrible tragedia de los buscadores de caucho, el atractivo morboso de aquella lujuriante vegetación selvática que aprisiona.

Pero, luego aparece la valiosa novela de Manuel González Martínez: Llanura, Soledad y Viento. Se leyó por primera vez en 1960 y, según las informaciones del momento, fue recibida con beneplácito por la crítica y los lectores.

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La selva vista con otros ojos

Esta edición de 1965, que releo, fue realizada en Argentina, con una interesante presentación del gran exegeta (o exégeta) del problema americano, el historiador colombiano Germán Arciniegas, quien afirma: “Llanura, Soledad y Viento, tres personajes que se devoran al hombre… Desde que comienza la novela, el lector se ve metido en un mundo en donde los hombres y los animales dialogan… El resultado es atractivo: cuando el hombre aparece más bestia, la novela se hace más humana… La selva sigue siendo la misma, pero la han visto otros ojos…”.

Y porque la han visto otros ojos, y porque es analizada por otra mentalidad, esa selva –la misma de José Eustasio Rivera y de Rómulo Gallegos- da origen a una obra distinta.

Distinta en cuanto a la forma, por cuanto la narrativa de González Martínez es más apacible, más lenta, como conviene al planteamiento de la obra, menos cruel; o por lo menos, un tanto más disuelta esa insustituible crueldad de la selva. Esta novela no es el desfogue de una sangre que hierve a borbollones, sino el lento y concienzudo peregrinar del ojo avizor, de la mente despierta y de una pluma paciente que con fidelidad y conciencia traduce magistralmente hasta el más pequeño detalle selvático.

Facsímil de la portada de Llanura, soledad y viento.

No debe creerse que la lentitud y la abundancia de detalles sean defectos en esta obra, o que hagan aburridora su lectura. No, al contrario, son motivo de delectación para quienes no gustan de precipitaciones, ni de novelas sin tesis que puedan leerse con rapidez.

Llanura, Soledad y Viento es obra reposada de estudioso, obra analítica, muy pensada y bellamente escrita. Pudiera afirmarse que su autor, el colombiano Manuel González Martínez, “es lento como todos los grandes novelistas”, como Balzac, como Pérez Galdós, como Somerset Maugham en su incomparable novela Servidumbre Humana.

Unos personajes muy especiales

Distinta obra, también, la de González Martínez en cuanto a los personajes, porque en Llanura, Soledad y Viento todo está humanizado. Cada ser –animal u hombre- habla de su mundo, de sus inquietudes, de sus desdichas, y comparten por igual el incomparable don de pensar, de sufrir y de hablar.

Hay entre los animales extraordinarios diálogos y sorprendentes monólogos, en donde el autor deja entrever una profunda filosofía y un aguda y casi cáustica ironía: Gugudú, el güío que repta pesadamente, el monstruo que comparte con Misael las piezas de caza y que respeta las leyes que este le impone; en uno de sus frecuentes encuentros con Pájaro Pollo, el cobarde chismoso de la selva, le suelta estas palabras que bien podrían ser una lección moralizadora:

“Había prometido devorarte. Di algo, defiéndete; o es que, acaso, ¿eres tú de los que atacan en la sombra, hurtando siempre el cuerpo y escondiendo en tan menguada estatura un alma más pequeña aún? Tienes alas, es verdad, pero las tuyas no son propiamente de ave, sino de cucaracha, o de vampiro, para actuar en las sombras. Odias a todo el mundo, porque todos te desprecian, y vives del insulto a las águilas, a las aves nobles, a quienes no puedes imitar ni en el vuelo, ni en el colorido del plumaje… anda a tu mirador a fisgonearlo todo, a envenenar el ambiente de este bosque con tus chismes… tu manera despreciable de vivir es necesaria para contraste de las vidas buenas, provechosas…”.

Bello ejemplo para quienes quieren sacar partido de cada favor que hacen, de cada servicio que prestan. Recordemos que Gugudú acababa de librar a Pájaro Pollo de la muerte segura entre las garras del temible Juca (el gavilán).

Sí puede haber armonía y amistad entre el hombre y los animales

Otro personaje que atrae por silencioso, por fiel y por noble es el Murrucu: “ave nocturna de la familia de los Bubónidos, no muy común en el centro del Llano”, según explicación del autor (p. 49). Este “Murruquito” ha quedado abandonado –su madre fue tragada por un lechuzón-; y Misael lo lleva a su casa en donde se convierte en el juguete de su hijo, que solo conoce las inmensas fauces del Güío, la silenciosa majestad de la selva, los escándalos de Pájaro Pollo, el ulular del viento y el lejano azul del cielo.

La simbólica anaconda tiene voz en esta novela

Desde la llegada de Murruco, el niño Tatí ha cambiado. Es un niño feliz; a fuerza de manosear al animalucho lo ha desplumado, y de tanto embutirle con el dedo, bocado tras bocado, el pobre pájaro ha enfermado. Pero, así feo, enfermo, grotesco y risible se ha convertido en parte esencial de la vida de Tatí. Estas son las palabras del autor: “Aquel pájaro triste, calumniado, que no sabía canciones ni gorjeos, con su inmensa cabeza pensativa y su corvo pico, convirtió a Tatí en un verdadero niño, que reía, que soñaba y que era feliz en aquel rincón de la llanura… Ave y niño, juntando su desamparo, habían llegado a ser alegres” (p. 58).

Una lección de solidaridad

Este pobre pájaro encuentra el momento de ser útil a Misael: Una noche en que este había salido de caza, pierde la noción del tiempo y del espacio. Un torrencial aguacero hace más desesperante su confusión; pero, el pajarraco aparece, y con el constante agitar de sus alas y con sus menudos y seguros saltos, guía al hombre hasta su casa.

La lucha por la supervivencia

Son dolorosos los episodios en que, con abundancia de detalles, González Martínez describe la tragedia de la familia de simios, que después de enfrentarse a las temibles avispas, deben buscar paz, soledad, alimento y alivio para el jefe que ha salido muy mal librado en el ataque. La vida que lleva el pobre Oso Hormiguero, medio ciego y magullado… y, en fin, los relatos de una lucha constante en la que triunfa el más fuerte o el más sagaz.

Lo invitamos a leer: La literatura fue llegando como fiel notaria de vivencias

Los llaneros creativos y entregados a su suerte

Y al lado de estos miles de habitantes de la selva están: Misael, el llanero fuerte, atrevido y honrado trabajador; Víctor Ramón Galán, el propietario que lucha por la defensa del llano, el hombre que se ha detenido al pie de la selva a dar rienda suelta a sus emociones, a analizar sus impresiones y a buscar solución al problema de las quemas y cómo mejorar las condiciones del llano, sin que ningún político ni ningún Padre de la Patria preste oído a sus justos razonamientos. Plácido, el de las coplas cobardes y crueles, que vive las pasiones de la selva exuberante y fascinadora. Su sed de venganza, su odio incontenible y su lujuria lo llevan a la muerte.

Frente a Plácido, y en contraste, un personaje se destaca por su virilidad, su discreción y su honradez, es Moisés el resero, fiel a su patrón y luchador incansable por merecer a la mujer que ama. Quizás pensando en él y en Víctor Manuel, el autor haya puesto en boca de Gugudú –otro ser calumniado, silencioso y noble que se había dejado conquistar por la dulzura de la voz y por el brillo cambiante de los ojos de Misael-, quizás por esto, Gugudú dice estas bellas frases: “Que en la obscuridad haya siempre un camino de luz para los necesitados, que generalmente son los buenos y, por ello, sufren…” (p.183).

La obra termina con un magnífico pero doloroso diálogo entre el bondadoso llanero y un su amigo saturado de política y sabedor de que en nuestro país nada tiene solución, y de que mientras más se discutan los problemas más insolubles se tornan.

Con la obra Llanura, Soledad y Viento, la novelística colombiana adquiere más valor, porque gracias a esta novela acrecienta y abrillanta el sitio que le corresponde dentro la literatura latinoamericana.

 

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