G. Steiner y los mundos que se pierden. O el oficio de deshumanizarse

Autor: Memo Ánjel
23 febrero de 2020 - 12:11 AM

George Steiner, un judío de los grandes libros, un inmerso en la cultura y las palabras, sabía que la tabla de salvación al naufragio de la decadencia estaba solo en lo humano logrado.

Medellín

¿Qué es el hombre?

La pregunta se ha hecho desde Aristóteles y Martín Buber, en sus conferencias en la Universidad Hebrea, trató de hacer una suma de conceptos para resolverla, pero no logró la respuesta exacta, aunque si mostró muchos caminos. El hombre (que es especie y por ello la palabra incluye a la mujer) sigue siendo una enorme duda y un espacio demasiado amplio: depende de cada territorio, de su historia, de las tradiciones y miedos acumulados, de sus creencias y de su lenguaje (lo que sabe nombrar y entender), de su arte y ciencia. Es grande y pequeño, sabio y mezquino, emocional y racional, acogedor y enemigo. Es un caminante que recorre el mundo para conocerlo y sacar enseñanzas de lo visto y sentido, pero también alguien que se encierra para habitar con sus demonios. No hay, entonces, un solo hombre sino muchos y entre ellos confrontaciones, delirios, egoísmos, costumbres varias, adaptaciones, formas de querer y de rechazar. Y si bien el hombre moderno ya no es el de las cavernas, pues se ha civilizado con sus construcciones y reflexiones, pareciera que es un péndulo. Cuando llega a su mayor punto, comienza a devolverse. Y en esta acción (dejar su mayor logro), decae. Pasó con Persia, con Grecia, con Roma, con el pensamiento renacentista y el de la Ilustración aplicada al entender y saber actuar.  Estos imperios y épocas, que enaltecieron el pensamiento y la razón, lo culto (el teatro, el arte, la literatura), los logros de las matemáticas en su explicación del Universo a través de medidas, pesos y formas, el conocimiento del cuerpo para fortalecerlo ante las enfermedades y las construcciones de infraestructuras y laboratorios para (a partir de la tecnología, la física y la química) apropiarnos del uso de la naturaleza, entraron en caos. Y el hombre, que dejaba de tener miedo, volvió a tenerlo.

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El hombre, que con sus haceres y puestas de acuerdo se fue volviendo humano para diferenciarse del animal, tomar conciencia de que estaba vivo y hacerse amigo de la naturaleza, pues esta lo proveía de palabras, entendimiento y vida, hoy ya no es una duda metódica cartesiana (una apariencia que debía develarse para encontrar su esencia) sino algo más confuso. En los tiempos que corren, asediados por el deseo desmesurado, el consumismo y la celeridad, saber qué somos (ya no para vivir sino para controlarnos), los últimos pensadores clasifican hechos, los estudian, tratan de que la memoria humana (lo que hemos construido) no se pierda y, como en el caso de George Steiner, que cada palabra humana (y si hay palabra hay cosa y acto) persista como salvación de la especie, cada vez más débil frente a su condición (ser lo que es y no algo diferente).  La realidad, que hoy se transmuta en fantasías, mentiras y olvidos, empieza a carecer de nombres y contenidos y, en esta ignorancia, lo humano se deshumaniza en la desmemoria. Y si olvidamos, quedamos vacíos y en ese vacío nos perdemos. Y hasta quizá se llegue al estado de Lucifer, príncipe de los demonios y las tinieblas, tantas que ni él mismo sabía quién era ni dónde estaba.

Saber qué es un hombre no es fácil. Pero si sabemos qué es un humano: el que con su conocimiento y entendimiento ha creado las mejores costumbres (las que no causan dolor) para hacer de su tiempo de vida una oportunidad sobre la Tierra. Y estas buenas costumbres, además de la culinaria y el cuidado del agua (comemos y bebemos para saber que seguiremos vivos), tienen que ver con la política (el cuidado del otro como indispensable), la ciencia (el cuidado de la naturaleza), la comunidad segura, la enseñanza continua y la creación de más posibilidades de entender. George Steiner, un judío de los grandes libros, un inmerso en la cultura y las palabras, sabía que la tabla de salvación al naufragio de la decadencia estaba solo en lo humano logrado, en los clásicos y sus extensiones en cada tiempo. Sin embargo, se asustaba, pues cada vez veía más hombres y mujeres, pero menos humanos. Veía gente corriendo, gente olvidando, gente consumiendo sin hacerse preguntas, gente aparentando y regodeándose con su ignorancia. Había nacido en pleno crack económico (1929) y durante su vida supo de las palabras genocidio (campos de exterminio y bomba atómica), contaminación ambiental, informática, totalitarismo, consumismo, revisionismo, alienación, narcicismo etc. Murió en 2020, en plena tecnociencia alborotada y la desaparición de los poetas que le ponían palabras a lo inefable, a lo que nadie había visto y por eso no estaba nombrado. Murió en un mundo enceguecido, aunque lo sobrevivió la Reina Isabel II de Inglaterra, que no sé si busca un Shakespeare como Isabel I (la reina virgen), para saber qué pasa entre el poder y la superstición. 

El humanismo

La familia Medici, que construyó Florencia (una primavera, Santa María di Fiori), creó la palabra humanismo: rescatar las mejores costumbres de Grecia y Roma para vivir en la belleza de las palabras (la literatura, el teatro, la filosofía) y la arquitectura, en la buena mesa y el asombro ante el saber terreno y del cielo, en los debates sesudos y los inicios de las utopías (llegar a lugares y espacios técnicos desconocidos), en el buen vestir y el actuar debido. Y esta palabra, humanismo, que en el barroco crea la edad de la razón con René Descartes y Baruj Spinoza, y en la época rococó la Ilustración (se crea la gran enciclopedia francesa y aparece la racionalidad kantiana), y en el siglo XIX las ciencias que hoy tenemos y las ideologías que nos confrontan, parecía ser la gran panacea del hombre moderno. No solo tenía a su favor muchos saberes probados, sino que vivía de lo construido por los anteriores. Si ya la ciencia había resuelto la mayoría de los fenómenos naturales (para crear progreso) y el derecho estaba debidamente estructurado con base en la justicia; si ya la música dominaba multitud de instrumentos y la ingeniería mejoraba los sistemas agrícolas, las herramientas médicas, la promoción del conocimiento impreso, visual y sonoro, las infraestructuras civiles para vivir y desplazarse, era de esperarse que fuéramos más humanos. El trabajo se había hecho más fácil, el mundo se entendía mejor, la libertad nos facilitaba reconocernos, la vida más larga permitía más ocio, todo esto nos proveía de más humanidad. Ya no éramos los que nos buscábamos en los bosques y los desiertos, en los mares y en las montañas, pues ya sabíamos de sus contenidos. Ahora, con toda esa herencia anterior, sería el momento de ser muy humanos y casi lindar con la utopía de Paul Lafargué: El derecho a la pereza.  Este médico franco-caribeño, cuñado de Marx y de pensamiento liberal amplio, preveía que las máquinas terminarían haciendo el trabajo duro por nosotros (acertó), lo que nos daría la oportunidad de mirarnos en el mundo y mejorarnos para ser más inteligentes y solidarios, más propicios a las buenas artes y a la filosofía (no acertó). Su pereza no consistía en mirar la televisión hasta dormirse o evitar las responsabilidades, sino ser más nosotros mismos y entrar mejor en la realidad y la naturaleza, para maravillarnos.

Errata por Steiner

Steiner fue un hombre de libros

Si las bibliotecas, con esa inmensidad de saberes y experiencias vividas puestas al alcance de cualquiera; si los libros, que todo lo cuentan y dan soluciones muy amplias, permiten debates inteligentes y nos hacen más libres, no han logrado humanizarnos y tener un mejor hábitat, es que algo pasa. Quizá todo se deba a la abundancia (los hombres y mujeres piensan y construyen en la medida en que tienen carencias), a que corremos tras los deseos sin ya siquiera imaginarlos para situarlos con sus pros y contras, a que evadimos el saber a cambio de datos en los que se cree por ignorancia, a que dejamos de ser sujetos (en relación con) y nos convertimos en objetos para ver (y en términos de Eduardo Galeano, usar y botar)… George Steiner, desde sus libros (que son los de las bibliotecas que quedan, porque los unos se basan en otros) se hacía la pregunta sobre la deshumanización, esa carencia de palabras y pensamientos que nos acercan de nuevo al animal que ni siquiera sabe que está vivo, que teme y busca donde esconderse, así sea en sus propias apariencias, camuflándose en el deseo de no ser detectado.

La tarea de George Steiner

Los trabajos de Hércules (estrangular un león, matar una hidra, capturar una cierva y un jabalí, limpiar unos establos, matar unas aves a los flechazos, domar un toro, robar unas yeguas, un ganado, unas manzanas y un cinturón, sacar a un perro de los infiernos) fueron propios de la mitología primitiva y los libros, con sus acotaciones y citas, dan cuenta de cómo hacer todo esto. Aristóteles, en su Metafísica, decía: al hombre le interesa saber, esta es una de sus características. Pero hay que aprender más de lo que le importaba a un hombre furioso (Aquiles fue uno de ellos). En la tarea humana hay que saber sobre los clásicos (para enterarse de cuáles fueron las primeras preguntas), sobre política para enterarse de lo que ha pasado en las comunidades humanas, sobre ciencia para entender qué pasa en la materia, sobre religiones para enterarse de las creencias, sobre geografía y etnografía para comprender las condiciones humanas, sobre economía, pues somos gente de intercambios etc. Y estos saberes hay que unirlos a las técnicas aprendidas, a la naturaleza que explotamos, a los animales y plantas, a la salud orgánica y mental. Nada está suelto y el hombre es un compuesto, no solo de muchos hombres y mujeres, sino de todo lo que le rodea. De aquí la importancia de la buena literatura, que da cuenta de todo lo anterior. Somos en historias y leyendas, en imaginaciones e interpretaciones, en coyunturas, cielos e infiernos. Y esta fue la tarea de George Steiner, saber qué nos hizo y deshizo, qué nos situó en un lugar y nos cambió a otro.

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Un crítico severo no es el que anda por ahí destruyendo (como pasa en estos calores), sino quien a través del análisis construye su biografía humana y ambiental, buscándose en actos, tiempos y espacios. Y siendo él, sabiéndose en una identidad y en una historia radical (con raíces), construye y se construye. Desde esta situación, el mundo es lo que pasa y ha pasado dejando huellas y precisiones, aciertos y errores, incluyéndome yo como entidad circunstancial. Georges Steiner (judío diaspórico, nunca fue sionista), hace esto: se ve en el mundo, en la creación humana, haciéndose preguntas sobre el saber, que es lo que nos hace. Y también asustándose, porque si desaparece el saber esencial (el de los grandes libros) y se asume un saber parecido al de Hércules, el mundo construido se desmorona y la realidad se vuelve mitológica, emocional y desesperadamente inexpresiva.

George Steiner, a través de sus ensayos y relatos trató de mirarse a sí mismo como humano en relación con todo (en esto se parece a Canetti, aunque este fue más iconoclasta) y su tarea fue decir cuáles eran los caminos para no perderse, sabiendo que pocos le harían caso. Como en Sodoma, con uno que se salve la historia estará salvada. Pero ese último tendrá que saberse en todo. Si se sabe solo, ya la historia se perderá. Como se está perdiendo en el individualismo, el egoísmo y la necesidad de no saber más que referencias inútiles. Es que incluso ya consumimos lo que no sabemos qué es.

 

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