En un país como el nuestro, se necesita la suficiente autoridad para construir un sistema educativo que les sirva a los fines del Estado que no es otro que el logro del bienestar de sus habitantes.
Las instituciones del Estado no entran en crisis de un momento a otro, así como no se puede decir que el auge de una economía sana nace con un mero cambio de gobierno. Lo uno y lo otro obedece a procesos que se dan en el tiempo. La presencia ominosa de personajes que llevan intenciones torcidas, y la incompetencia de quienes nos gobiernan, van generando las condiciones para el desastre, de lo cual hay suficientes ejemplos en América. La educación entre nosotros no está cumpliendo con el papel transformador que debe tener, pues se mira erróneamente como una carga económica para el Estado.
El sistema educativo en Colombia tiene fallas que obedecen a un impensado e inapropiado complejo de procesos y procedimientos, adoptado y reformado a impulsos, sin que haya reflexiones de fondo sobre lo que necesitamos. Hay un divorcio doloroso, por ejemplo, entre los niveles de primaria y secundaria con el de educación superior. Peor aún, los procesos de admisión de una universidad como la de Antioquia, casi que excluye a los estudiantes que provienen de instituciones públicas. Las competencias exigidas para ingresar a programas como medicina o ingeniería no son precisamente las impartidas en la educación oficial.
Hay una sensación generalizada sobre la enemistad que existe entre la universidad pública, los maestros y la misma instrucción, con los políticos y los que manejan el Estado. Esto ha dado pie a la desatención por parte de los gobiernos de Colombia y al empoderamiento de fuerzas que reclaman los campus como su propiedad. Hay comodidad de lado y lado, pues los unos no intervienen y los otros no permiten injerencias. Pero en un país como el nuestro, se necesita la suficiente autoridad para construir un sistema educativo que les sirva a los fines del Estado que no es otro que el logro del bienestar de sus habitantes.
La llamada autonomía universitaria no puede ser tomada como un argumento legal para la creación de extraterritorios. La universidad debe cumplir con un rol verdaderamente transformador sin influencias malignas, y en este sentido tiene que ser entendida tal institución. Pero el Estado tiene que intervenir en el control de los centros de educación, pues el descontrol está haciendo mella en bienes tan esenciales como el de la Justicia, amenazada por la proliferación desbocada de las facultades de derecho; otro tanto podría estar sucediendo con la salud y con las facultades de ingeniería.
Hay que intervenir el sistema educativo para salvarlo y para salvar al país. Para gobernar se necesita sabiduría y templanza y, aunque a este Presidente no se le nota nada de eso, aun está a tiempo de empezar el proceso de transformación educativa que lo inmortalice. Hay que vigilar que los rectores no tengan juntas directivas que se reúnen cada mes en París, por ejemplo, y que los doctorados se hagan cada vez más en Colombia. Pero sobre todo hay que tener ministros de educación creíbles, que entiendan cuál es el verdadero rol de la educación, con qué debe relacionarse y cuáles sus consecuencias.