Por si no bastara la de Zapatero para desactivar la creciente oposición venezolana, vino la muy providencial mediación del Papa
El “bravo pueblo” de Venezuela ya no es tan bravo, ni tan bravío. Al menos no ahora, contra Maduro. Más bien parece acobardado si comparamos su actitud actual frente al poder con la beligerancia que desplegó hasta hace 2 años, cuando desafiaba a la milicia chavista en la plaza pública sin que los muertos que ponía en cada jornada lo arredraran. Hoy luce resignado, como si su destino estuviera marcado y no fuera otro que el de seguir padeciendo una satrapía tan larga como todas las de su género, la cubana por ejemplo, que ronda las siete décadas y que, en versión latinoamericana, patentó la fórmula para perpetuarse y cuenta con discípulos tan fieles como los que saquearon a Venezuela. Y si lo afirmo en tiempo pretérito es porque ya no queda nada por saquear.
Sí. Nuestros vecinos en sus cantos y estrofas se vanaglorian de ello, pero ya no son tan indómitos como los llaneros de Páez. O como cuando se hacían masacrar en las tumultuosas protestas callejeras de ayer, o de antes, a mediados del siglo anterior, cuando sostuvieron memorables enfrentamientos contra el dictador Pérez Jiménez, quien no logró vencer la persistencia suicida de unos mozalbetes que se hacían matar por la tropa a la vista del mundo entero. A la sazón los cadáveres eran muchos, mas no tantos como esta vez, en que se cuentan por centenas, no obstante lo cual el régimen “bolivariano” no parece vacilar. ¿Qué ocurre? Pues que ahora lo que cuenta, lo que decide el desenlace al enfrentar una tiranía sanguinaria e indiferente al repudio universal, es la tenacidad, el no doblegarse. Vale decir la voluntad de resistir, aun tratándose de un forcejeo desigual y todo lo incierto que se quiera. La superioridad del adversario se compensa con una obcecación que raye en la temeridad y en el martirio mismo. No darse por vencido, así haya repliegues forzosos pero pasajeros, donde recobrar el resuello y reanimarse.
No hace mucho, cuando arreciaban los disturbios con su secuela de cadáveres, llegó la mediación de Rodríguez Zapatero (un figurón tan inepto e insubstancial que por causa suya se cayó su propio partido en España), que la oposición aceptó sin reparos pese a su conocida afinidad ideológica con el chavismo. A partir de ahí era previsible su parcialidad: terminó haciéndole el juego a ese bando. Por cuenta de dicha mediación la oposición dejó pasar su cuarto de hora, siempre tan escaso y fugaz, y que mal puede desaprovecharse cuando la balanza indefectiblemente se inclinará a favor de quien más brío muestre. Esa intervención tuvo el efecto de empantanar y adormecer una oposición que había exhibido mucho arrojo. La política es la continuación de la guerra por otros medios, y viceversa, pensaba un renombrado sabio alemán. De donde colegimos que en la política, como en la guerra, quien se halle a la ofensiva no puede flaquear aceptando transacciones, tramposas o no, mientras la balanza no acabe de inclinarse, o sea mientras no se resuelva el pulso que se sostiene.
Y por si no bastara la de Zapatero para desactivar la creciente oposición venezolana, vino la muy providencial mediación del Papa, que acabó de adormecerla. El régimen moribundo de Diosdado y Maduro se recompuso. Y ya no sabemos qué ha sido peor, si la ingenuidad o la complicidad taimada de unos “buenos oficios” que sólo resultan buenos para una de las partes. De ello hablaremos en próxima ocasión.