El tren de Lenin

Autor: José Alvear Sanín
20 noviembre de 2019 - 12:00 AM

Con la ayuda de Lenin los alemanes querían derrocar el gobierno provisional que, a la caída del zar, se empeñaba en seguir hasta el final la guerra contra el Kaiser.

Medellín

Catherine Merridale es una historiadora inglesa dedicada desde su tesis de grado (1987) a los temas rusos, a los que ha dedicado varios y bien premiados libros. El más reciente es El Tren de Lenin: Los orígenes de la Revolución Rusa (Barcelona: Crítica; 2017). Discrepo del subtítulo, porque la incubación de esa revolución viene desde, por lo menos, 1891, si nos atenemos a la monumental obra de Orlando Figes, La Revolución Rusa (Barcelona: Edhasa; 2010), y por tanto, no se limita a los acontecimientos entre abril de 1917 (cuando Vladimir Ilich arriba a Petrogrado)  y octubre del mismo año (cuando se apodera del Estado).

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Este ágil y bien documentado relato arranca con la decisión del gobierno alemán de autorizar el traslado de Lenin de Suiza a Suecia, acompañado por doce secuaces. Este viaje, en un incómodo tren sellado, duró más de una semana. De Estocolmo, ya el líder revolucionario y sus secuaces podrían seguir a Rusia. Con la ayuda de Lenin los alemanes querían derrocar el gobierno provisional que, a la caída del zar, se empeñaba en seguir hasta el final la guerra contra el Kaiser. Obtenida una paz separada, a la defección de Rusia, seguiría el colapso anglo-francés en el Oeste..

Desde luego, lo de Lenin era traición, acompañada, además, de financiación por parte del enemigo, para su actividad revolucionaria.

Este tema es bien conocido, pero el libro que comento abunda en detalles del mayor interés sobre la actuación de un extraño personaje, Alexandr Helphand (conocido como Parvus), socialista, revolucionario, traficante y millonario, que conviene con Berlín esa audaz intervención, porque de otra manera Lenin hubiera tenido que permanecer en Suiza, alejado de la revolución que acababa de estallar por fin en Rusia.

Aunque la narración no siempre agarra hay páginas bien destacables: La connivencia de Lenin con la potencia enemiga, las condiciones y circunstancias del viaje y, sobre todo, las que describen tanto la verdadera Revolución de marzo-abril como  la fragilidad del gobierno provisional que de ella resulta y el Putsch de octubre. Quizá son estas las mejores que he leído sobre esos meses. También excelente el capítulo final, donde la autora abandona el tono imparcial, para describir el terrible final de los doce del tren, que acaban devorados por la inevitable crueldad del proceso sanguinario creado por Lenin y perfeccionado por Stalin.

A medida que me acercaba al final, no pude dejar de considerar el destino de Alexandr Kerenski. Llega a la cúspide del gobierno provisional, pero es incapaz de detener la deriva hacia el caos y el inevitable golpe de Estado que llevará a los bolcheviques al poder y a la tragedia aterradora que él, más que nadie, podía prever. Salido de alguna facción revolucionaria, Kerenski es capaz de neutralizar la reacción monárquica, pero no puede apuntalar las fuerzas social-democráticas, porque no se atreve a golpear de manera definitiva a los bolcheviques. En el fondo, solo ve enemigos a la derecha, trágico error que se repetirá más de una vez y en más de un país.

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Caído y exiliado, Kerenski pasará el resto de su vida excusándose con la cantaleta de que si hubiera tenido la plena prueba de la connivencia de Lenin con Alemania, lo habría detenido oportunamente…

La historia de ese gobernante incompetente me llevó a considerar cómo los líderes enfáticos, fuertes y siempre al mando (como la autora describe a Lenin), llevan las de ganar cuando el orden y las instituciones dependen de señores excelentes pero débiles. Luis XVI y Nicolás II eran magníficos esposos y padres, pero enfrentados a movimientos avasalladores, por indecisión, debilidad e incapacidad,  sumieron a sus países en las más terribles tragedias. Tampoco pude dejar de recordar la triste figura del nonagenario mariscal Von Hindenburg, presidente del Reich, incapaz de impedir el acceso paulatino pero imparable del cabo Hitler.

Finalmente, consideré cómo la revolución colombiana, impulsada desde 2010 sin señales de desfallecimiento, avanza en un país donde tantos no dejan gobernar y donde el gobierno no parece querer hacerlo.

***

Observo que, según los medios y varios gobiernos de América Latina, robarse las elecciones en Bolivia no fue golpe de Estado, porque este consiste en lo contrario: frustrar los efectos del fraude y organizar elecciones libres.

                                                                       ***

Laureano Gómez y los masones 1936-42  (Bogotá: Planeta; 2005), de Thomas J. Williford, es el trabajo bien documentado de un gringo que ha vivido un buen tiempo en Colombia. El autor se empeña en limpiar a las logias y en pretender que las campañas del líder conservador contra la Hermandad obedecían solo a oportunismo político. Ignorar hasta qué punto la actitud anticatólica de los gobiernos masónicos de esos años estimuló el clima pugnaz y sectario que desembocó en la Violencia es excusable en un extranjero, pero no fortalece su interpretación de las motivaciones profundas del Dr. Gómez en su confrontación con la “discreta sociedad”.

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