Su pasado militar se constituye, per se, en fuente de dilemas éticos para participar en cualquier negocio relacionado con los temas castrenses.
En 1986 el gobierno de Virgilio Barco Vargas, teniendo al frente de la cartera de defensa al general Rafael Samudio Molina, expide el Decreto-Ley 3671 de 1986, “Por el cual se dictan disposiciones sobre competencia y procedimiento en materia de narcotráfico”, con base en la autorización dada por el artículo 121 de la Carta Magna de 1886. Ese articulito del cual se pegaban los gobiernos para decretar el estado de excepción, (entiéndase orden público) en caso de “guerra exterior, conmoción interior…”. En aquel entonces, el estado de excepción era no estar bajo condiciones de conmoción interior.
En el decreto se le otorgaban poderes a la Justicia Penal Militar para juzgar a los civiles. En el artículo 6 de dicha norma se encarga al comandante del Comando Sur Unificado el juzgamiento de los particulares: “Para efectos del presente Decreto asignase jurisdicción y competencia, con relación a particulares, al comandante del Comando Unificado del Sur”. La norma fue demandada, siendo estudiada en la sala especializada Constitucional de la Corte Suprema de Justicia por parte del magistrado Jesús Vallejo Mejía, quién en ponencia ante la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia del 5 de marzo de 1987 se deroga la potestad del juzgamiento de los civiles por los jueces militares.
Lo anterior lo traigo a colación por un dilema ético que se presentó y puede presentarse en la Sala Especial de Instrucción de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, creada mediante el acto legislativo 01 de 2018, instancia encargada de investigar y acusar a los congresistas ante la Sala Especial de Primera Instancia de la sala en mención, donde pueden llegar asuntos que pudiesen estar investigados personas que hubiesen tenido alguna relación en la cadena de mando dentro de las Fuerzas Armadas de Colombia, porque, aunque sus miembros estando en ejercicio son apolíticos, una vez en la vida civil pueden participar en la vida política del país, pudiendo llegar a ser congresistas.
Ese dilema ético se presentó con la magistrada y mayor del Ejército, Cristina Lombana Velásquez quien fue nombrada por la Corte Suprema de Justicia para ser parte del equipo de magistrados de la Sala Especial de Instrucción. Ella llegó investida aún con las botas y charreteras, a juzgar a los civiles, un riesgo de “doble instancia” personal que pone en el filo ético el conflicto de intereses entre los temas de su jurisdicción castrense y los temas civiles, situación que se presentó en la investigación al senador y expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien como comandante supremo de las Fuerzas Armadas tuvo como subordinada a la magistrada Cristina Lombana.
En un intenso debate dentro de la sala, los otros magistrados la apartaron de las investigaciones contra Uribe Vélez, lo que llevó a la magistrada Cristina Lombana a tratar de subsanar el impedimento ético con la solicitud de pedir la baja del Ejército para poder ejercer su magistratura sin problemas frente a otras posibles investigaciones futuras.
Su pasado militar se constituye, per se, en fuente de dilemas éticos para participar en cualquier negocio relacionado con los temas castrenses y tendrá hasta su final en la Sala Especial de Instrucción la Espada de Damocles sobre su conciencia y el manto de la duda estará sobre la mesa, siendo un escollo que limita la celeridad con la que debe actuar la justicia, sometiendo a la sala a tensiones innecesarias que van más allá de la antijuricidad de los casos investigados por ella y sus colegas de sala, pero, en un país como Colombia, en donde la justicia está permanentemente en el ojo del huracán, lo correcto es dar el paso al costado para no afectar el libre desarrollo del debate jurídico del proceso penal.