Cuadra con manga y tendera bonita

Autor: Reinaldo Spitaletta
13 septiembre de 2019 - 10:40 PM

Parte de la infancia en El Carmelo se invirtió en mangas y quebradas. A veces, me llega la imagen de un viejo sordo que no sabe adónde ir en una ciudad que está inundada y a punto de desaparecer bajo las feroces aguas. Se oyen sirenas, pitos de carros y se ve gente corriendo.

Medellín

(Recuerdo de un barrio con tejares, casas de maestros y un Júpiter mordedor)

 

El barrio uniforme, construido por el Instituto de Crédito Territorial, tenía una cuadra larga en la que estaban la tienda de doña Leticia, la casa del director de una escuela, otra donde había un perro peludo llamado Júpiter, la de un muchacho que imitaba muy bien el dialecto costeño y la de un negrito al que apodaban Gurre. Era asfaltada y por ahí pasaban los buses. Más allá, se extendía la de los maestros, al frente de una inmensa manga, la del Carmen, en la que había una escuelita.

Los entejados de asbesto (después se descubrió que es un material cancerígeno) y las paredes de ladrillos bien pulidos, pintados, le daban al barrio un aspecto de limpieza y orden. Más allá, comenzaban los cañadulzales, había tejares y si se continuaba caminando, se podía topar con los charcos de quebradas como El Hato. Había una frontera entre lo campestre y lo urbano. Unas lindes con mangos y ciruelos y naranjos. Y hacia el noroccidente, un barrio de calles sin asfalto, Pénjamo, que luego supimos que era de gente pesada y de carácter cerrero. Había en él huraños que, se decía, manejaban bien el puñal. Por allá íbamos poco. Aunque lo atravesábamos para ir a los charcos y exuberantes mangas de La Taza.

El Carmelo, así se llamaba (todavía ese es su nombre), era entonces un barrio nuevo, junto a los filtros del acueducto (que jamás funcionaban) y unas fincas, como las del padre Agudelo. Limitaba con La Antigua, donde estaba el convento de Las Clarisas, y con Briceño, barrio alargado, con casas de teja española y ventanales de madera.

En ciertas noches, íbamos los que en casa no teníamos la televisora, a otras, sobre todo a mirar Dimensión desconocida y Lassie. A veces cobraban la entrada a diez centavos. Lo más atractivo de aquella cuadra, además de la señora bonita de la tienda, era una muchacha de nombre extraño: Rebeca, la hija del director de una céntrica escuelita a la que íbamos los domingos a ver por la televisión las carreras de caballo y no sé qué otro programa de la tarde.

En la manga cercana, la de la escuela del Carmen, jugábamos partidazos. Recuerdo a Nené y a Dinamita, a Negrumina y Gonzalito, y a uno, creo que le decían Rigo, que no jugaba bien, pero que, además de balón, tenía un rifle de copas. Durante la semana, incluidos sábados y domingos, la cancha se llenaba de nosotros, de gritos y golazos. Aquellas jornadas de juego incansable, a veces era con balones de vejiga y tripa, otras con pelotas de caucho, en todo caso, eran una fiesta. Se jugaba de pantalón cortito, tenis escolares y muchas ganas. En la cuadra frente a la manga, vivió uno que fue mi profesor en tercero de primaria, don Alfonso Monsalve, al que apodábamos el Cucho.

Aparte de aquellos partidos de gloria, había incursiones a fincas para el asalto frutal. No siempre era una acción limpia y sin obstáculos. Porque no faltaban los mayordomos que salían, escopeta en mano, a impedir la intentona de la intrépida escuadra infantil. O soltaban perros bravos, como pasaba en otras propiedades más lejanas del barrio, como Salento y la de los Muelas. 

Lea también: Casa de paredes sin revocar 

Me marcó, quizá, aquella cuadra, porque, habitando en ella, sucedió la primera vez que fui al estadio de fútbol en Medellín. Era un largo paseo de domingo, a veces a pie, otras en bus, para apreciar partidos que eran como una parte de la fantasía. Y de aquellos jubilosos días me quedaron sonando jugadores como Ramacciotti, Fito Ávila, José Vicente Grecco y el Canocho Echeverri. Por esos tiempos vi un partido de excepción cuando el DIM le ganó 6-1 a Millonarios. Tres goles de John Jaramillo, uno de ellos de taquito.

En aquella cuadra, y más que en ella, en el barrio, comencé a no ir a clases. Las cambiaba por idas a los tejares a ver confeccionar ladrillos y tejas, o por caminadas con fines de hurto de mangos e inmersiones en charcos. Una vez, en una “mamada” o “capada” de clase, sin culpa descalabré a un compañero. Estábamos apedreando un árbol de mangos y el muchacho se atravesó en la trayectoria. Sangró a montones. Su mamá, tras enterarse, fue a mi casa a “poner la queja”. Y un grupo de vecinos, incluido en él mi papá, se sumó a la búsqueda del agresor (habían difundido la versión de que había sido en una pelea). Me interné por los cañaverales hasta que, al atardecer, me di por vencido.

El retorno a casa fue muy comentado en el vecindario. Papá pagó los gastos médicos del lapidado compañero. Y quedaron en evidencia mi mala puntería y mi “faltadera” a la escuela… Ah, Júpiter, que ya me había perseguido varias veces cuando me desplazaba a la manga futbolera, un día me cazó y mordió una pierna. La dentellada no impidió que jugara, pero me quedó una especie de amargor por la agresión del perro. Siguió acosándome con sus ladridos y correndillas.

El tal Rigo, que era malísimo para el fútbol —lo salvaba que era dueño de un balón— un día decidió que, por mis burlas a su condición de limitado con la pelota, me iba a disparar con su arma mata-pájaros. Nunca acertó, pero era una amenaza latente, porque qué tal un copazo en un ojo. En aquella cuadra y barrio no duramos ni un año. Hubo mudanza. Y atrás quedaron Elkin, Hernán, Rebeca, doña Leticia y su tienda, los goles de potrero y las excursiones a fincas y tejares. También las noches de tv en una sala de vecindario y las burlas a una viejita, Carola, que tenía un enorme solar con ciruelos y la muchachada, además de robar sus frutos, le gritaba ofensas a la anciana, que respondía con uno que otro risible hijueputazo.

Una noche, varios pelados de aquella cuadra-barrio, nos metimos a la escuela del Carmen, tras forzar las puertas. Había apilados muchos bultos de leche en polvo. Abrimos varios y llenamos recipientes. En la huida, quedó un largo camino blanco en el piso. La pilatuna nos hizo durar la risa de estruendo por varios días. El Carmelo, de pronto, quedó atrás. Ahora es un recuerdo añejo, con olor a mangos y a barro cocido, con alaridos de gol y, en la distancia, la cara bonita de la tendera que flota en la memoria.

No supe más de Rebeca ni de su padre Francisco, el director de escuela. No volví a ver a la mayoría de muchachos de entonces. Parte de la infancia en El Carmelo se invirtió en mangas y quebradas. A veces, me llega la imagen de un viejo sordo que no sabe adónde ir en una ciudad que está inundada y a punto de desaparecer bajo las feroces aguas. Se oyen sirenas, pitos de carros y se ve gente corriendo. En una sala, los muchachos, sentados en el piso, respiran fuerte y un suspenso angustioso se desparrama al frente de una pantalla de televisor.

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