Como nación e individualmente, estamos entregados a la pasión triste del rencor y la rabia acumulada
Cualquiera sea el escenario pareciera, a mirada ajena, que sólo estamos sembrando la discordia cada día y a todas horas. El odio es como ciertas plantas acuáticas que pueden absorber lagos completos, pueden detener ríos caudalosos, son enemigas declaradas de todo embalse para obtener energía eléctrica o agua fresca.
Alimentar el odio es una gran irresponsabilidad de los seres humanos, lo hacemos si evocamos el pasado y nos descomponemos al hacerlo, lo fomentamos cuando no somos capaces de recordar con la serenidad y la grandeza que da la distancia. La animadversión y el odio nacen cuando se tiene fresca la ofensa. Y al parecer, como nación e individualmente, estamos entregados a la pasión triste del rencor y la rabia acumulada. Olvidamos las sencillas lecciones que nos da el cuerpo. Es que no solamente el cuerpo habla, también nos grita y a los alaridos nos da señales para que no lo lastimemos más. El cuerpo tiene la sabiduría de la Tierra y por ello, sin nuestra ayuda, cierra las heridas. La sangre tiene el poder de la coagulación para que no siga corriendo la linfa de la vida, para que se vuelva a unir la piel lastimada y no se convierta en una úlcera.
Colombia parece una nación hemofílica que es incapaz de detener el río de la sangre, como un paciente psiquiátrico de pronóstico reservado vuelve una y otra vez a destapar todas las injurias que se hace, convierte en pústulas simples escoriaciones y no se avizora ninguna sanación. Ya no solamente tenemos a cientos de profesionales de la memoria, también en cada hogar, en cada conversación vuelve a salir el fantasma del “imposible perdonar”, “imposible olvidar”, “yo jamás olvidaré”, “yo jamás perdonaré. Y lo extraño es que no se perdonan las ofensas y los crímenes en cuerpo ajeno, como si los daños hubieran sido propios. Que está muy bien esa solidaridad, dirán algunos, pero esa solidaridad está atada no a la sanación y sí a la continuación en la tarea de hurgar en las heridas.
El odio debería dejarse en los cementerios, en las catacumbas, en los confesionarios, en las salas de velación, pero no, los llevamos al altar, al senado, al comedor, a la alcoba. Asiste riguroso a los encuentros, a todas las conversaciones. Se disfraza además de aparente y sana crítica, cuando tiene la amarga bilis del rechazo profundo. Y es terrible que los heraldos sean tan inteligentes, astutos y recursivos y se disfracen con sus mejores ropajes para la forma más refinada que es la descalificación, la difamación. En Colombia el odio se viste de frac y va a todas las fiestas, practica la desaparición forzada de todo prestigio y hunde en la ignominia a diestra y siniestra.
Los Incas tenían un nombre para denominar aquello que se levanta de entre los muertos y camina hacia nosotros implacable y permanente como una sombra que no conoce ninguna clase de luz, Iquitaltata es el término que ellos utilizaban para esos fantasmas que nos acompañan, pero a ellos hay que dejarlos en la sombra a dónde pertenecen porque tal como vamos ya se han convertido en carne de nuestra carne, piel de todas las conversaciones e impiden el diálogo genuino que nos podría dar una paz duradera y unión real. Por lo pronto vamos a seguir hurgando en las heridas aumentando el tamaño de las lesiones en un hiperbólico rencor que ya no tiene orillas.