Hay infinidad de seres humanos pertenecientes a familias y a democracias disfuncionales que escapan a esas maldiciones de las más variadas maneras.
En el famoso libro de Dostoievski sobre Los hermanos Karamazov, hay una permanente referencia a una especie de maldición familiar, debido a que la mayor parte de sus miembros han tenido una conducta reprochable, incluyendo el parricidio, y al final todo acaba en tragedia. Más modernamente, en series televisivas o de red, como Los Peaky Blinders, el protagonista, que es empresario criminal y asesino, siente como una maldición de la rama gitana a la que pertenece se cierne sobre él, incluso cuando intenta hacer buenas acciones, porque sabe que su madre y su abuelo se suicidaron y porque le suceden catástrofes personales capítulo tras capítulo. En la Biblia, y en las tragedias griegas o de Shakespeare, y en muchas obras literarias, son también frecuentes estas referencias. Todas ellas demuestran la inclinación de los seres humanos a sentir que su libre albedrío no puede superar una especie de destino marcado por hechos anteriores a su existencia, referentes casi siempre a sus lazos de sangre. Incluso hoy conocemos familias signadas por extrañas circunstancias que nos asombran en medio de nuestro racionalismo. La gente se pregunta: ¿Cómo puede alguien que no está en negocios raros morir en un trágico y sospechoso accidente, y también otro miembro de la familia fallecer repentinamente tiempo después en extrañas circunstancias parecidas al suicidio? ¿Cómo pueden librarse los nuevos miembros de una familia de la maldición de una saga de maridos que en varias generaciones golpearon a sus esposas y las humillaron, y que murieron casi todos siendo drogadictos y alcohólicos?
En algunas naciones en la historia de la humanidad, pero también en varias democracias modernas, sucede algo parecido. Especialmente desalentadas se sienten las personas que nacen en países que, como Colombia, llevan más de dos siglos tratando de construir una república funcional, de tumbo en tumbo. Cuando se dan cuenta de que los conflictos se prolongan década tras década con diferentes formas, como si un sino macabro se encargara de hacer inútiles todos los esfuerzos para evitarlos, a veces muchos pierden hasta la esperanza, después de lo cual ya no hay nada más que perder ¡Guerras civiles en el siglo XIX; Guerra de los Mil Días empezando el XX, y violencias y corrupciones de todo tipo durante los siguientes 100 años, hasta los hechos del periódico de hoy!
Pero: ¿sí hay maldiciones familiares y democracias malditas? Sí y no. Sí, porque es inevitable comprobar que una serie de hechos tenebrosos se dieron sistemáticamente en algunos clanes y varias democracias, y el pasado no puede borrarse, aunque esos hechos no estén interconectados necesariamente. Y no, porque así como hay personas que como Aliocha en la famosa novela rusa nunca sucumben a lo que hoy muchos llaman “el lado oscuro”, hay infinidad de seres humanos pertenecientes a familias y a democracias disfuncionales que escapan a esas maldiciones de las más variadas maneras. En el caso individual muchos toman decisiones en el campo personal o profesional que los alejan de los viejos peligros familiares, y cuando estos asechan los combaten de diversas formas: con religión como Aliocha, con medicación o sicoterapia, y también con autosugestión o simple estoicismo. De la misma manera, en las democracias se modifican Constituciones, se hacen Acuerdos de paz, se intenta renovar la clase política hasta donde se puede, y se confía en que el destino, entendido con o sin contenido teológico, depare mejor suerte en lo sucesivo. En las democracias como en las vidas personales, dormirse en las derrotas puede ser más peligroso que dormirse en los laureles. ¡Salga a votar, y hágalo de la mejor manera posible!