Sacarla del estadio

Autor: Alberto Morales Gutiérrez
1 abril de 2018 - 12:06 AM

Tan deplorable espectáculo le da la razón a la gran Adela Cortina cuando habla de “la ética mínima”. Ese es tal vez el imperativo en este escenario funesto.

Una de las grandes batallas emprendidas por los pensadores del período de “la ilustración” fue la de sacudirse de una moral instaurada por los dogmas religiosos. Les molestaba que el “comportamiento moral” se justificara desde la “recompensa” de ganar el cielo, o se ejerciera por evitar “el castigo” del infierno.

Ellos trabajaron por la construcción de una ética laica que entronizó conceptos tales como los deberes ciudadanos, la disciplina, las leyes y, fundamentalmente, el sacrificio en tres altares altamente valorados en ese entonces: La familia, la patria y la historia.

El resultado no fue substancialmente diferente. Gilles Lipovetsky lo expresa de manera magistral: “el primer ciclo de la moral moderna ha funcionado como una religión del deber laico”.

Evidentemente se trató de lo mismo, pero distinto, pues el comportamiento moral se justificaba para evitar “el castigo” que imponía la norma.

Entonces el siglo XX ofreció una nueva alternativa: Ya no más abnegación, “primero yo, segundo yo y tercero yo”, vamos a satisfacer de inmediato cada uno de nuestros deseos, todo lo puedo hacer, lo importante es mi propia felicidad y que los demás esperen. Ese imperio del individualismo es muy bien sintetizado también por Lipovetsky: “hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros mismos”.

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Solo que la excitación del individualismo y el jolgorio del encuentro de “la felicidad” trajo consigo una enorme paradoja referida por Baudrillard como “el totalitarismo del idéntico”: una sociedad en la que se impone “la proliferación de la homogenización y la equivalencia”. Esa nueva sociedad, esa nueva unidad social, hace que los individuos carezcan de un perfil propio pues actúan solo como espectadores inermes a la manera de aquellos que integran la multitud de un estadio. Allí todos son nadie, gritan cuando todos gritan gol, sienten lo que todos sientes y actúan como actúan todos, aunque “creen” que su decisión es individual.

A esta sociedad se la ha llamado también sociedad post moralista, en tanto la moral se ha sacrificado en el altar del bienestar, mi bienestar, ese bien-estar que me funde como espectador del estadio y en el que la única felicidad es el grito colectivo.

Ya para el siglo XXI y merced a la revolución digital, el estadio adquirió dimensiones delirantes. Byung Chun Han lo llama “el enjambre”. En él, no se desarrolla ningún “nosotros”.

El respeto, dice este filósofo alemán de origen coreano, es un pathos de la distancia, “pero hoy reina una total falta de distancia y, sin distancia, desaparece el decoro”. De allí que la comunicación digital fomente esa exposición desaforada de la intimidad y de la esfera privada. La individualidad se expresa como imagen y se hace objeto. “Ya no hay ninguna esfera en donde yo no sea ninguna imagen, donde no haya ninguna cámara”…

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Y si no hay decoro, ¿qué objeto tiene la moral?

Tan deplorable espectáculo le da la razón a la gran Adela Cortina cuando habla de “la ética mínima”. Ese es tal vez el imperativo en este escenario funesto. Ella dice que la ética es esencialmente “un saber para actuar de un modo racional” y reduce a dos los que denomina modos de orientar racionalmente la acción:

El primero, aprender a tomar decisiones prudentes.

El segundo, aprender a tomar decisiones moralmente justas.

No está mal para empezar a salirnos del estadio…

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