Las uvas están verdes

Autor: Sergio de la Torre Gómez
24 junio de 2018 - 12:08 AM

El populismo siembra odio y resentimiento, o los cultiva y exacerba si ya están plantados en el alma de las masas

En tiempos de tanta confusión y turbulencia como los que se viven en América Latina Petro es el populista por excelencia. Nadie lo iguala en el usufructo y manejo de esa postura, tanto en la tribuna como en sus actos de gobierno, cuando tuvo la oportunidad de ejercerlo, con el alegre desgreño que le conocimos por ejemplo en la alcaldía de Bogotá. Ciudad a la que dejó quebrada, endeudada hasta el tuétano, tras haberla convertido en la ubre que amamantaba a cerca de 40.000 prosélitos suyos, en premio a su obediencia. Tamaño estropicio no se había visto en el hemisferio ni aún en los días opíparos de Chávez, cuando se derrochaba a manos llenas.

El populismo como modelo u opción es algo muy ambiguo, dado que desde su aparición en Latinoamérica encarna y tipifica proyectos de variada gama, a veces opuestos entre sí por los intereses que en lo económico finalmente representan. Populismo, en rigor, si nos atenemos al sentido literal de la expresión, no es otra cosa que cortejar al populacho para alinearlo y moverlo a favor de quien usa y abusa de dicha herramienta. El concepto va asociado, por un lado, al mesianismo, o sea la esperada llegada del Mesías (o, en el caso de Petro, de Moisés, el mismo que había separado las aguas del Mar Rojo), del mesías que habrá de redimirnos, y despertarnos con su verbo certero y su acción justiciera. Por el otro lado, a la práctica de la demagogia, que es la denuncia exaltada y sin cesar repetida de la pobreza y demás dolencias padecidas por la mayoría innominada, que aparece y se hace fuerte cuando el prestidigitador de la hora, o los falsos profetas, que nunca faltan en momentos de crisis o de transición, la convocan para reclamar.

El fenómeno es recurrente, y tan viejo como la antigua Grecia, donde el ágora, instrumento de la democracia directa que tanto atrae a los predicadores de oficio, era el espacio indicado para ello, como la plaza pública ahora, que cualquier megalómano delirante llena con multitudes fletadas, mientras pueda movilizarlas, proveerlas con lo del día y agasajarlas. Paralelo a ello el populismo siembra odio y resentimiento, o los cultiva y exacerba si ya están plantados en el alma de las masas. Y digo masas, imaginándolas no a la manera de Ortega y Gasset, quien hablaba del “hombre-masa” como un ser deliberante, razonador, y de la rebelión latente en él, ya incubada. En lo que hace al populismo, ramplón, filisteo y siempre improvisado para la coyuntura, las masas reunidas son equivalentes, aun etimológicamente, a la gleba, o inepto vulgo de que alguna vez habló Laureano Gómez, probablemente sin medir el alcance de sus palabras, él, que fue fruto suyo, vale decir, un líder por elección, no por herencia o nombramiento.

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El problema reside en la palabra misma, cuya acepción no es, ni puede ser unívoca, sino más bien confusa y disímil cuando se la aplica a experiencias o procesos políticos concretos y diferenciados. En Latinoamérica, digámoslo en aras de la simplificación, hay dos tipos de populismo: el de derecha y el de izquierda. Ambos acuden a la vindicta social, a la arenga que inflama las pasiones primarias de las capas inferiores, exacerbando la ira y el resentimiento. O a despertar el nacionalismo, el patrioterismo dormido. Fuimos casi precursores los latinoamericanos. Perón tomó prestado mucho del corporativista portugués Oliveira Salazar y del falangista español Primo de Rivera, y algo también de Mussolini. O sea, la derecha del momento. En cambio, Velasco Ibarra en Ecuador y Getulio Vargas en Brasil, al igual que Gaitán aquí, se inclinaban a la izquierda. Luego vino el segundo Perón, ya sin Evita, y sus epígonos los Kirchner y demás que le siguieron, todos mirando a la izquierda. Y como emblema propio tuvimos nosotros a Rojas Pinilla, quien congregó la marginalidad de las ciudades, comprendido el lumpen, y quien por su raíz castrense y su origen geográfico (la Boyacá ultragoda) era la derecha rabiosa, mimetizada para la ocasión en un lenguaje redentorista. Tanto que de ahí salió el M19, cuna del inefable Petro, quien, por un lado, invoca sin ningún rubor a Uribe Uribe, López Pumarejo y Gaitán, próceres del Liberalismo, y por el otro se apropia de las consignas de Álvaro Gómez, exponente de la derecha moderna en Colombia, al extremo de que su hijo Mauricio tuvo que protestar por esa usurpación.

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