La ciudad de Spitaletta, Medellín ¡cómo te siento!

Autor: Memo Ánjel
6 octubre de 2019 - 04:43 PM

Hay que decir que estos recuerdos llegaron porque ahí, en Palinuro, estaban las Antimemorias

Reinaldo Spitaletta.  Medellín, ¡cómo te siento!

Medellín

La ciudad

Para Lewis Mumford (uno de los grandes teóricos urbanos), un asentamiento con comercio, reunión de gentes de distintos oficios, talleres y conocimientos, y una periferia que protege la agricultura y la ganadería doméstica, es el inicio de una ciudad. Allí se puede vivir mientras la periferia no varíe de manera radical. En este punto, Mumford dirá que, antes que dedicarse solamente a urbanizar una ciudad, lo primero que debe hacerse es ruralizar el afuera, pues de esa configuración rural depende el agua y los alimentos, la tranquilidad del ciudadano y la propensión a la cultura, aclarando muy bien que el hombre no avanza solo por la tecnología. Burlón, Mumford anota: con la máquina, el hombre no progresa. La que progresa es la máquina. 

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Don José Ortega y Gasset, en cambio, define la ciudad como aquel espacio donde uno sale de la casa y puede conversar con otros, moverse viendo fachadas y poder opinar. Fernando González Ochoa, hablando de Medellín y Envigado (en Don Mirócletes va hasta Bello), podría definir la ciudad como la posibilidad de hacer un viaje con presencias, pues no solo es un espacio para moverse sino para encontrarse y, en el encuentro, definir, diferenciar, situar y pensar en lo que no estaba previsto.

Darío Ruiz Gómez, en sus textos de ciudad (crítica y criticada), sostendrá que el hombre y la mujer se vuelven urbanos en la medida en que confrontan las infraestructuras (calles, parques, edificios, viaductos, movilidad), pues a través la crítica severa las entienden como logros, faltantes o errores, posibilidades para el ciudadano o meras barreras que le interfieren su condición de ciudadanía, que no solo es moverse sino tener posibilidades de interactuar para saberse más humano o con miedo.

La ciudad, desde sus distintas ópticas, es lo que nos hace ciudadanos, gente que se reconoce en los otros, en los sitios que conoce y en los lugares que encuentra al desgaire, pues la ciudad es una mutación y esto la hace un espacio de lectura permanente, de reflexión, literatura e imágenes. Y, en su esencia, no es un asunto colectivo sino de interpretación personal. Esto quiere decir que cada uno tiene su lectura y, a partir de ahí, la comparte para que la ciudad se amplíe y no solo sea una planificación sobre papeles y dentro de oficinas abundantes en burócratas y promotores turísticos, tan especializados en que las ciudades sean para tomarse fotos al lado de estatuas y fachadas y no para conocerlas.

En alguna lectura encontré esta frase: “las ciudades no se construyen para ser habitadas; se habitan para ser construidas”. El concepto me gusta: la gente (la esencia urbana) le da vocaciones a la ciudad, la cambia con sus haceres, le imprime novedades, transforma sitios, la canta de diversas maneras, igual que las pinta o las narra. Y en este construirse y variar está la cotidianidad, la geometría de las emociones y los cambios del pensar. Jorge Luis Borges, en una conferencia en un auditorio repleto de muchachos, decía: “Yo también nací en una ciudad que se llamaba Buenos Aires”, reconociendo que la Buenos Aires de los jóvenes ya no era la de él, que los usos urbanos eran diferentes y la precepción de ciertos valores había cambiado. Las vías eran más amplias, las librerías más grandes, el tiempo estaba acelerado, ya hasta se comía de pie. Sin embargo, esos muchachos, ante los que hablaba Borges, asistieron para saber de una ciudad que no habían tenido y necesitaban tener, pues la ciudad es más acogedora cuando se sabe qué pasó en una calle, en una esquina, en un almacén que antes fue un bar, en la casa que había antes de que apareciera el edificio. La historia de la ciudad (con sus violencias, absurdos y mentiras) también hace parte de ella, es la que la sostiene y permite hacerse preguntas, la que se puede imaginar y redescubrir. Patrick Modiano, el escritor francés, ha revuelto París desde todas las formas, incluyendo las memorias perdidas y los sitios cambiados o maquillados. Y en cada libro la ciudad se manifiesta de otra manera y en estas manifestaciones yo cobro una identidad, tengo origen y puedo imaginarme en el sitio que pisan mis zapatos y situarme en las viejas fachadas y puertas, y en las caras envejecidas de los que nos miran pasar. La historia, que en ocasiones es un dedo que acusa, también es un abrazo que se nos da. Y en el caso de las ciudades, todo tiene historia. Si se hiciera un museo urbano con imágenes, textos y trocitos de materiales, en ese sitio habría que recibir la primera educación. Sabiendo donde estoy, comienzo a saber quién soy.

La Medellín de Spitaletta

Eduardo Gudiño Kieffer, escritor argentino, publicó una novela sobre Buenos Aires que llamó Será por eso que te quiero tanto, usando la última frase del poema Buenos Aires, de Jorge Luis Borges. Y si bien tanto rima con espanto, como también se ve en el poema, esto de querer una ciudad tiene dos variaciones: hay que temer mucho una ciudad para terminar queriéndola. O hay que amar mucho una ciudad para terminar temiéndola. Las dos posibilidades son válidas y pueden mezclarse como el ron con el limón. O como el bandoneón con el violín, como bien lo hicieron en el mito (o en una bella mentira) Yehudi Menuhin y Astor Piazzolla.  Y traigo esto a colación porque las ciudades son dobles, y en especial cuando se lee a Reinaldo Spitaletta y sus versiones de Medellín en un lenguaje exento de tecnicismos y plagado de vida, calles, sonidos y visiones. Y de gente diversa, cada una habitando su relato.

La ciudad spitalettiana, nacida a consecuencia de mirar y hacerse preguntas, caminar (Reinaldo es un flâneur) y hablar solo con los ojos, tiene el encanto de ser menoría, cinismo, burlas y olvido que sea niega a hundirse. Así, es una mutación permanente que incluye nostalgias, recuerdos, palabras oídas y libros leídos, aunque muchos no creídos, en especial los escritos para hacerle el juego a los intereses de una élite aparentadora, que corrió a fotografiar su ciudad copiada, negando la otra o convirtiéndola en cosa de pobres haciendo fila para irse al cielo, asunto que no debió ser fácil porque en la cacharrería La Campana vendían una estampita con la advocación al ánima sola, representada por una muchacha en medio del fuego. No sé bien si ese fuego tenía que ver con el infierno, el purgatorio o los placeres que en Guayaquil las mujeres les brindaban a los transeúntes, algunos salidos de sus casas para ir al trabajo; otros apenas camino a dormir. 

Medellín como te siento

Medellín ¡cómo te siento!

La ciudad de Spitaletta se siente, vibra, obliga a pasar al lector por la experiencia de haber sabido algo antes y estar corroborándolo ahora con la lectura. Es una ciudad vecina, muchacha linda y traviesa, de hombre que hace un trabajo, de alguien que mira por la ventana o juega en un billar mientras la bola hace una carambola a tres bandas; es la ciudad de las librerías que se acaban, de los últimos libreros, de los barrios que tuvieron historia y ya carecen de cuchilleros. Es una ciudad inconsciente que aflora, que se mueve y se detiene para dar un salto o desaparecer como la luz del aviso que ya no tiene gas y entonces se apaga. Es la ciudad de las novedades, de los delirios, de los tangos y los bares, de los sitios en el Centro para estudiantes y el de las que se abrazan o toman de la mano, no por un asunto de género sino para ser más coquetas y crear comentarios.

En esta ciudad que se sigue llamando Medellín a pesar de los tantos esperpentos y espantos, de sus iglesias tocadas por las ventas de pornografía y de teatros con películas para ilusiones ancianas (como diría Camilo José Cela), en la que abundan los poetas (más los malos que los buenos) y los intelectuales que lucen sus diletancias y curiosidades de coleccionistas de no se sabe, en las que hay resquemores, odios pequeños, alguna mujer pálida y una cuenta de restaurante vegetariano, la vida fluye en el aquí y en el más allá, en la historia y lo por historiar, en escenarios de películas y tangos que se expanden por el aire como el humo de los últimos fumadores. Y en esta ciudad, que es la nuestra (sea en amplitudes o burbujas), Reinaldo Spitaletta siente, pasa por la experiencia, evita la codicia de la riqueza y la esclavitud de la propiedad, lo que lo hace libre para contar, experimentar y crear una memoria que, a cada paso (a cada línea del libro), regurgita lo escondido, lo visto y no apreciado, lo esquinero y lo sagrado que habita en lo pequeño. En este Medellín, ¡cómo te siento!, sentir es el motivo. Igual que un buen seguidor de Epicuro, entre placeres menores y mayores, materialismos necesarios y una que otra frase que es poesía, Reinaldo es notario y clasificador, inventariador e investigador de este constante viviendo que es la ciudad y que solo es posible de leer sintiendo, sea con el corazón o los dedos. Uno es de donde se mueve y es lo que le está pasando. Por esto las ciudades no se inventan (la invención es una deformidad) sino que son un mapa si se quiere del tesoro o ese que nos hacemos para medir nuestro tiempo, asomarnos a la ventana o bajar las escaleras para ver pasar un desfile donde muchos caballos montan hombres mientras las trompetas soplan bocas.

En la ciudad de Spitaletta, que existe y no existe, que fue y ahora es otra cosa, aparecen los cines que nos crearon una educación sentimental, las canciones (tangos, boleros, rancheras, chucu-chucu), los especialistas en esto o aquello, los ricos y los pobres, los barrios y los nombres, las empanadas argentinas, los poetas que les trabajaron a los gringos (hubo una ciudad con criterios de izquierda hasta que la hicieron girar a la derecha) y un hombre negro con voz de bajo que parecía salir de un soul, un blues y un jazz. Y a todas estas, profesores, libreros, direcciones, nombres de calles y avenidas, edificios, negociantes, usureros, profetas del fin, nadaistas, todos sintiendo y con ellos el autor, que tiene una risa muy particular y una memoria de parque de diversiones. Todo es música, todo es movimiento, todo es diversión, todo es Centro y más allá Guayaquil, pues de este puerto seco con sus negocios permitidos y prohibidos, cafetines y estación de trenes, viene el espíritu de la ciudad. Y así sea pecado (mortal o venial), es pecado que se luce y para el que hay indulgencias.

Reinaldo Spitaletta en su salsa.

Hay gente que vive encerrada y otra existe sin existir, como pasa con ciertos oficinistas y algunos que en lugar de devorar libros son devorados por ellos. Y, en contraparte, hay otros que se mantienen afuera (sin dejar de lado el adentro) y existen en todas las posibilidades que les da el estar vivos, como los cometas que rompen direcciones y se salen de sus órbitas si el caso lo amerita: un presunto fin del mundo, por ejemplo. Entre los que componen este segundo grupo, está Reinaldo Spitaletta (apellido del sur de Italia y seguramente con algo de sangre sarracena): escritor, periodista, buen conversador, imaginativo, contestatario, amigo del fútbol (es hincha del Medellín) de los tangos, la música clásica y de los muchos escritores que llenan su biblioteca. Y anexo: fotógrafo ambulante que tiene por tarea fotografiar lo que, en poco, si la especulación del suelo sigue como va, habrá de desaparecer. Medellín es una ciudad que destruye su arquitectura, su memoria, sus pensadores críticos, su periferia (con lo que de agricultura y agua contiene), sus puntos de encuentro y hasta sus creencias. Y en estas desapariciones, para aprovechar el espacio, coloca lo que da dinero. De ciudad Industrial pasamos a ciudad de servicios, pues los últimos dieron más plata que la industria, Y como dice el tango, Plata, por vos la gente se mata. Lo demás ya se sabe. Pero, hay escritores como Reinaldo Spitaletta que persisten en que la memoria no se vuelva olvido, que construyen con la palabra lo que ya no se ve, que hablan del tango habitado, las diversiones de los niños, los sueños de las muchachas, las muchas cuadras y las casas con solar, los vecinos raros y la gente que le dio sentido a la ciudad para que esta fuera habitada, discutida, bailada, vista de día y de noche, olida y reída, y no solo un cartel de promoción turística.

Lo invitamos a leer: Borges y la posible realidad, imágenes de un buzo

Reinaldo Spitaletta escribe sobre la ciudad, su familia, lo que suena y se ve; no hay espacio que no haya visto ni lugar donde no haya entrado. Y de vivir y sentir la ciudad, sale su literatura que es hablada, escrita en periódicos y publicada en libros. Y para mi qué Reinaldo es un sufí: alguien que quiere entenderlo todo después de haberlo visto. También podría ser un cartero (un postino) como ese de Neruda que narra el chileno Skármeta: alguien a quien la ciudad le cuenta quien es para que él (Spitaletta) salga a contarlo.  

 

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