La amarga polifonía de El amor en grupo

Autor: Reinaldo Spitaletta
21 mayo de 2017 - 06:00 PM

Un ensayo sobre la novela El amor en grupo, del nadaísta Humberto Navarro, recientemente reeditada en Medellín por cuatro fondos editoriales universitarios. 

Medellín

1. Introito sin boato y con beatos

Digamos que Gonzalo Arango, que al despuntar la década del cincuenta se dejó venir de Andes a Medellín, no tenía el talento “típico” de los antioqueños de conseguir plata, sino una inclinación por las palabras, la inteligencia y las relaciones públicas a su manera. Ese muchacho de endeble figura, que asistió a la de Antioquia a clases de Derecho, va a publicar en 1958, cuando ya el Frente Nacional, esa suerte de dictadura liberal-conservadora estaba sacando la cabeza del huevo (huevo de la serpiente), el primer manifiesto nadaísta con el que se proponía una revolución en aquella Colombia bañada en sangre, sobre todo en los campos, por la Violencia bipartidista.


En aquel “panfleto”, que con mucha dificultad se imprimió en la Tipografía y Papelería Amistad Ltda., de Medellín, con referencias al surrealismo, a Sartre, a Breton, a Kafka, hay un llamado al ejercicio de la belleza, de la poesía y la vitalidad en la creación. Sobre la prosa, el profeta de un movimiento que se dedicaría, en especial, a espantar beatas y seminaristas con sus escándalos y poses de irreverencia, dijo: “En la prosa Nadaísta hay que buscar contrastes tonos, de colores, de significados de expresión; los mismos efectos que buscan las artes plásticas y la música para producir sensaciones no contenidas en la realidad del mundo visible y de las formas”.


Por esos días, Medellín, la de las chimeneas industriales y los nuevos habitantes llegados de lejos, de los campos asolados por la violencia, tenía en las juventudes dos tendencias en boga: la de los “cocacolos”, muchachos de clase media que despuntaban en sus primeras conquistas con el rock and roll, y los camajanes, de barriadas obreras y populares, que eran una suerte de contestación a los valores tradicionales, a las vestimentas y hasta las maneras de caminar, el de ellos con bamboleo y tumbao. El camaján, aparte de su ropaje estrafalario, era un bailarín de categoría, un seguidor de Daniel Santos y la Sonora Matancera y escuchador de tangos de arrabal.

 

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Hay una suerte de anquilosamiento cultural, según la visión de gonzaloarango, que en el manifiesto primero formula una crítica a posiciones cómodas. Alrededor del oficiante, del nuevo sacerdote, el que había aprovechado su angustia existencial en búsquedas de nuevos caminos, aparecieron Humberto Navarro (alias Cachifo), Darío Lemos, Eduardo Escobar, Amílkar Osorio y otros. El nacimiento del nadaísmo, con influjo de Fernando González, en particular del Libro de los viajes o de las presencias, es una posibilidad de un conglomerado de jóvenes que combina, al decir de Antonio Restrepo, anarquismo y existencialismo emocionales, sin casi ninguna base teórica, de aparecer y hacerse notar como críticos de un sistema pútrido y caduco.


Autocalificada por Arango como la Generación de la Amenaza, también se propuso una revolución estética, que atacara esnobismos y se basara en asuntos propios. En este sentido, va a ser Humberto Navarro, quien, años después del primer manifiesto del nadaísmo, escribirá una novela experimental, en lo que pudiera ser una “biografía” del movimiento, con una estructura fragmentada, tal vez con influjos de la Nouveau roman francesa y con ecos de la generación Beat.


La aventura del nadaísmo, que incluye, entre tantos escándalos e invectivas, los atentados contra el congreso de escritores (escribanos, según el manifiesto que distribuyeron) católicos, al que sabotearon con asafétida, y el atentado durante la Gran Misión, en la catedral metropolitana, en la que se “ensañaron” contra las “sagradas formas”, contempla experiencias de “muchachos malcriados” que buscaban identidad y modos de ser distintos a los de la parroquia de entonces.


En el primer manifiesto, Arango, una especie de nuevo pontífice con devotos y sacristanes, dice cómo debe ser la prosa nadaísta: “La prosa no puede seguir siendo un cuerpo de palabras organizadas en un conjunto racional y comprensible. Hay que darle una desvertebración irracional”.


Tal vez Cachifo, en sus novelas, asumió esta posición. Y es lo que, grosso modo, veremos a continuación en una de ellas: El amor en grupo.

 

2. Banda sonora y ácido lisérgico

El amor en grupo, de Humberto Navarro, con el subtítulo de La onírica y veraz anécdota del Nadaísmo, en una nueva edición de cuatro fondos editoriales universitarios de Medellín, acerca a las nuevas generaciones al fenómeno cultural de aquellos muchachos que alguna vez se creyeron “locos, geniales y peligrosos”. El único novelista que dio el movimiento demuestra en esta obra sus conocimientos musicales, su acercamiento a calles y situaciones de ciudades como Medellín y Bogotá, su poliglotismo y el buen oído para hacer una prosa que suene con armonía.


Mario Escobar Velásquez escribió alguna vez que “la vida misma de Navarro es quizá la más magistral de sus novelas”. Y, en efecto, la parábola vital de este escritor, nacido en Medellín en 1931, es un cúmulo de aventuras, sinsabores, peripecias, algunas de las cuales se pueden leer en la semblanza que hizo su esposa Graciela Perdomo (La eterna mudanza, de Ediciones Unaula), en la que se aprecia a un hombre que deambula, que pasa las de “san Patricio”, que vive en una perenne angustia existencial, en una búsqueda permanente de formas expresivas.


No es El amor en grupo una novela de corte tradicional. Ni siquiera se puede decir de ella que cuente una historia, que tenga, a la vieja usanza, un argumento. Es una especie de rompecabezas, de estado fragmentado, en el que hay voces, y en la que discurren personajes que son parte de los nadaístas, con nombres cambiados la mayoría y en la que el lector debe tener paciencia. Es, por lo demás, una obra con música interior.


La banda sonora de El amor en grupo discurre con sonidos de Rachmaninoff, Carl Orff, blues, jazz, Scarlatti, Bach, Mozart, y así como se puede topar con Saint Louis Blues y Caravana, es probable que, en otros ámbitos, el de la poesía y la literatura, aparezcan Saint-John Perse (Nobel 1960) y Baudelaire, o un regodeo con el Cándido de Voltaire, una sátira contra “el mejor de los mundos posibles”.

 

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En esta novela de fragmentaciones y espejos rotos, hay recorridos por míticos bares del centro de Medellín, como el Metropol, y por calles del barrio más vibrante que tuvo la ciudad, con sus fiestas nocturnas y aventuras de cama, como Lovaina. Hay, además, varios narradores y momentos en que la narración se hace en futuro, como si se tratara de un escrito profético: “Entonces comeremos, tomaríamos un bus, pensaremos en la mejor manera de hacerlo. Fumaremos, pero no mucho. Pondríamos los discos en al radiola, roída y manoseada. Subiremos a los mangos, a los naranjos…”.


Digamos, por qué no, que es una novela escrita en clave. En clave de nadaístas, de años sesenta, de ácido lisérgico, de Antonio Larrota (el fundador del grupo guerrillero urbano Moec), de Guayaquil y algún tango de Julio Sosa. Es una fiesta de palabras, de prosa que se distancia de lo tradicional. ¿“Qué vale más, puesto en la balanza, una arroba de café colombiano o un buen poema de Rilke?


Sí, claro. Hay surrealismo. Y aullido de perros. Y de nuevo, como para que no se olvide, extractos de manifiestos, de algazaras y rituales blasfemos, contra los escribanos católicos, contra la Gran Misión, y puede aparecer la catedral de Villanueva en llamas, porque un grupo de patanes, o de sacrílegos, o de provocadores, en fin, se burló de las hostias consagradas. “Ustedes que son tan versados en Sagradas Escrituras, ¿no han leído en un versículo del Apocalipsis que Dios se ahogó en el diluvio universal y que su cadáver aún no ha sido rescatado por los bomberos?”.


Es esta novela un canto a la vitalidad de la juventud, a los sueños, a los tiempos en que hubo gente que abrazó la nada, los excesos, el frenesí de los espejismos de la droga y el alcohol. “Tratemos de ser valientes sobre la carne del incesto; sobre la belfaza de la bestia, al rutilante filo de la luna que comienza a inundarnos. Tamarindos a la luz de los faroles de hierro forjado”.


Es una aventura de la esquizofrenia, de la paranoia, de los alaridos, para dejar una constancia de una utopía: la de jóvenes que aspiraron a vivir con intensidad en una parroquia que se tapaba ojos y oídos ante la novedad, sobre todo si esta era para alborotar el orden y el provincianismo. Ahí está Gonzalo Arango “temperando” en la cárcel La Ladera, donde “la primera noche soñó con enanos y transformistas, con peces de colores y auroras boreales”.


Los nadaístas, al principio de su aventura nada silenciosa, eran observados como tipos de otro planeta, desadaptados, tanto que no faltaron los que quisieron darles plomo y excomuniones. Después, se los tragó el sistema. En un apartado de El amor en grupo, se puede leer en tono epistolar: “¡Qué lástima! Esta gente se acostumbró a nosotros. Ya no nos hijueputean por Junín y ni siquiera nos miran como a los monumentos que éramos (…) A ciertos, como habrás podido comprobar, ya no les falta sino escribir recetas de cocina”.
Cachifo escribe una novela urbana, amarga, testimonial, en un medio que, como advirtiera Alberto Aguirre, “apestaba todavía a boñiga”. En 335 páginas (que tiene la nueva edición de Unaula, Universidad de Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana y Eafit), hay una memoria de ciudad y un mosaico de planos temporales y espaciales que puede hacer que algunos no resistan el viaje.


En El amor en grupo, cuya primera edición la publicó en Argentina Carlos Lohlé Editores, en 1974, es posible escuchar a Glenn Miller y su Moon Light Serenade, o a Johan Sibelius y su Finlandia. Pero, a su vez, hay músicas de infancia y un recuerdo de navidad, quizá una de las más bellas imágenes que en esta obra aparecen. La de un “globito de vidrio”, de los que antes se usaban para ornamentar los árboles navideños, de un azul pálido brillante. “Para mí, no sé por qué, condensaba todo aquello que de hermoso podía tener el universo. Encerraba la maravilla misma”. Después, vendrá el drama, el llanto por el vacío y unos pedacitos azules que reflejan una cara de niño que llora.


Cachifo, que escribió, además, novelas como Alguien muere al grito de la garza y Juego de espejos, entre otras, murió en 2003, en Bogotá, y lo enterraron en Cogua, Cundinamarca.  Según su viuda, Graciela Perdomo, el epitafio que él quería rezaba así: “Aquí yace Cachifo, el antioqueñón, haciéndose el güevón”.

 

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