Héctor Rojas Herazo, el colombiano de las “fotografías indiscretas”

Autor: Lucila González de Chaves
8 octubre de 2017 - 02:00 PM

A los quince años de la muerte de un novelista colombiano maestro de la descripción de lugares, comportamientos y personajes de la costa norte de Colombia.

Medellín

El autor colombiano, de la costa Caribe, Héctor Rojas Herazo, (1920 – 2002) es un perfecto fotógrafo: su libro En noviembre llega el arzobispo es un verdadero álbum de fotografías “tomadas”, narradas en forma tan completa, que no falta en ninguna de ellas el más pequeño detalle. Pero, además, sus fotografías (escenas narradas) son indiscretas, porque ellas han sido logradas en el momento menos elegante, menos espiritual del personaje. El autor enfoca el minuto de debilidad, de pecado, de oscuro pensamiento, el de degradante deseo.

Y sus “fotografías” tienen el endiablado atractivo del color: Rojas Herazo (también pintor y poeta) es un maestro en el arte del retoque y de la iluminación. Los cuadros que constituyen la obra citada, lucen con un perfecto contraste entre luces y sombras, entre tonos encendidos y tonos temperados: Leocadio Mendieta y sus hijos son tonos fuertes, hirientes, que avivan todos los sentidos.

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En dicha familia, y en contraste, está la esposa y madre: “Dame tu mano” (le dice rudamente Mendieta); doña Etelvina se arrodilló y tomó la mano derecha del marido entre las suyas. Su patente mansedumbre la llenaba de una belleza inesperada y lisa” (p. 235).

“Ella contempló su perfil de buitre destruido […]. Sintiéndose avanzar en un impulso incontrolable, puso su mano en la mano derecha del enfermo (su esposo) y con la otra, rozándole apenas la mandíbula, le hizo volver el rostro. Por un instante se miraron sin prisa, limpios de temor y de deseo, como si los dos no hubieran aún descendido sobre la tierra…” (p.239)

Se destacan en la novela las dos solteronas: señorita Mauri – hermana del señor cura - y Auristela; ellas forman, también, un perfecto contraste: Mauri cuida con egoísmo, con virilidad, con imposición, a su hermano enfermo de asma, casi desde siempre. Pero… ¿quién es Mauri?; dice el autor: “Su presencia era compacta, de grasa que forra los huesos con una cólera decidida y paciente. En sus ojos de lechuza ardían, en ese instante, la vastedad, la acumulación y el sigilo de la noche”. (p. 127). “Era de esas mujeres que convierten la exasperación en una herramienta de la voluntad”.

De Mauri dice un personaje de la obra, la señora Vitelia, al contemplarla: “No es un pajarito, ni un mochuelo. Es una lechuza… que me puede morder o me puede matar con su pico”.

Y su hermana, Auristela: es desgarbada, débil de carácter, de “tacones ladeados” y de caminar inseguro. Otro acierto en la presentación y manejo del personaje, porque el aspecto exterior de ella es un fiel reflejo de su propio mundo interior…

El sacerdote Escardó es otra tonalidad fuerte, de más vida interior que exterior; el hombre que en la soledad de su dolencia (un asma aguda), vive el pasado, y esas constantes reflexiones reúnen por igual virtudes y debilidades. Otra vez el contraste de luces y sombras. Al lado de los desplantes, de los desacatos del hombre fuerte están los sentimientos, la blandura, las limitaciones que lo llevan a la aceptación y a la humildad. El cura piensa. La secuencia es larga y dolorosa, y parece que el autor se recrea en ella. Veamos:

“Es a Dios a quien he buscado, a Dios a pesar de todo, a pesar de mí mismo […]. Danos, Dios mío, la compasión en el amor. Una compasión que comience por nosotros mismos…Así, al amarnos en profundidad, al sentir la dicha y el regocijo de haber sido encendidos en Ti, encontremos en nosotros a todo el prójimo. Es aquí, en nuestro pecho, donde está la solución no solo a nuestros males sino a todos los males del mundo. Porque un alma, una sola alma estremecida de amor, una siquiera, es suficiente para hacer variar el rumbo a toda la familia del hombre. Pero no nos decidimos. Continuamos dormidos. Porque quisiéramos extender la mano y darle claridad a nuestro rostro, y comprende al hijo, y respetar al padre, y no rebasar los fueros del amigo. Pero, somos cobardes y nuestra alma ha perdido sus energías, y solo nos dedicamos a abonar con nuestros sentimientos el lirio de la culpa […] “…queremos, Dios mío, un amor silencioso y secreto. Un amor de todos los días, de todas las horas, de todos los instantes. Un amor para entender, por ejemplo, a nuestra vecina cuando barre la puerta de su casa al amanecer. Para saber que esa constancia es una de las formas más puras de la fidelidad… Para saber que a pesar de los velorios y la tristeza, que la hacen posible como criatura viviente, ella mantiene la esperanza…

“Danos, Señor, en suma, un amor tan íntimo y tranquilo que ni siquiera sintamos su ejercicio. Que sea tan apacible, tan útil y tan claro como una lámpara.

“Dánoslo, Señor, te lo imploramos de rodillas; danos ese amor”. (pp. 128 y siguientes).

En esta novela que comentamos, se destaca el aspecto sicológico. Es un libro introspectivo. El autor es un experto y antiguo caminante de senderos que llevan a lo más profundo de las almas. Esta constante aparece ya en su primera novela Respirando el verano (1962). Es, asimismo, un sutil captador de sensaciones: olor, color, sonidos… que preparan al lector para el cuadro que ha de demostrársele. Cuadros de pura literatura naturalista, no solo por lo que revelan, sino también por la forma en que están escritos.

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Veamos un poco de ese naturalismo en el estilo: “La hoja (el machete) rebanó el aire con un fuetazo circular y, entre la cabeza y el tronco que acababa de abandonar, el alcalde vio el rostro de Laó (el policía), con sus ojos de animal asustado por un grito, inclinarse con la boca abierta y los dientes apretados. La cabeza del mulato, rebotando, fue a detenerse entre los zapatos del alguacil. El machete del asesino no tenía sangre…. […]. Los niños miraron al muerto por entre las piernas de los otros curiosos. Estaba en el centro del ruedo formado por las abarcas. La cabeza como un adorno de bronce, había sido recostada en el vértice formado por sus dos muslos al hundirse en el vientre. Tres hombres espantaban con sus sombreros el irritado mosquerío…”. (pp.231 y241)

¿Será aventurado decir que nuestro novelista colombiano, Héctor Rojas Herazo, es un Émile Zola? Un Zola que ama el detalle, que es perfeccionista de la forma y del fondo, puesto que no se le queda nada por ahondar, por escrutar en los procederes internos y externos de sus personajes. Un escritor que penetra, escalpelo en mano, hasta el centro mismo del ser y lo “expone” en frases bien logradas, con aciertos magníficos en las hipérboles y en la ironía.

Ah! ¡Y al fin llega el arzobispo! Pero, ¡qué poco se conmueve el pueblo con la visita del Pastor! Aparte de los catorce chicos que han de ser confirmados; de los agotadores esfuerzos del barítono por satisfacer con sus desmayadas arias a aquel personaje italiano que representa a Cristo; de la conmoción interior de la inofensiva beata Auristela, a causa de la paternal sonrisa del arzobispo, aparte de todo esto, nada cambia en el pueblo. Todo es igual.

Aquellas gentes no están hechas para vibrar con lo espiritual, -el Pastor tampoco hace nada por despertarlas, por entusiasmarlas -, están demasiado embotadas, han vivido tanto tiempo en su materialismo, que el arzobispo no les representa nada; su presencia y su dignidad no logran sacudir el marasmo de este pueblo.

Quizás por esto, nos atrevemos a pensar: la llegada del arzobispo en noviembre, es apenas un pequeño episodio dentro de la obra; un episodio que se diluye en las fiestas y disfraces del carnaval; un episodio que nadie vive, que nadie siente, que a nadie aprovecha, que a nadie cambia. El pueblo, con arzobispo o sin él, es exactamente el mismo.

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