El sol negro de papá

Autor: Reinaldo Spitaletta
11 junio de 2017 - 03:00 PM

El escritor Reinaldo Spitaletta comparte con nuestros lectores un fragmento del primer capítulo de su novela El sol negro de papá, publicada en 2011 y reimpresa en 2016 por los fondos editoriales de Eafit y UPB.

Medellín

No sé por qué la muerte del padre golpea a otros con tanta dureza. Para mí fue un acabarse sin dramas, incluso con expresiones estéticas, sin ruidos ni aspavientos. Con dolor, sí, pero entendiendo que uno también se irá tras de sus muertos, será otro de ellos y nada más. Ahora, cuando el padre de Mabel agoniza, vuelven a la memoria las caras de papá, porque uno tiene muchas caras, no solo según la edad, sino según las hambres, las harturas, las búsquedas, los caminos. Las soledades. Con los años uno se va pareciendo al padre. Cuando el mío murió, yo ya lo estaba alcanzando en edad, y hubo días en que él parecía más joven. Era como una venganza del tiempo, porque, uno, de pelado, veía al padre como un viejo esmirriado, que no podía estar con amigos en las esquinas, ni jugando al fútbol en la calle, pero sabía que él podría estar en bares, al lado de amigotes que usufructuaban su generosidad. Pero después —otra revancha— a uno los más jóvenes lo miraban como a un viejo, un viejo de veinte años, un “cucho” deplorable,  y se les adivinaba la burla y hasta ciertos aires de conmiseración. “Ese ya alcanzó la fecha de vencimiento”, parecían pensar.

A veces, me llegan súbitas imágenes suyas, como aquélla ya muy añeja cuando me trajo un Ivanhoe ilustrado, con pasta dura. Lo sacó con sigilo de su maletín de viaje, como si adentro hubiera un explosivo. Yo tenía ocho años y desde hacía cuatro leía, bueno, más bien juntaba letras para descifrar las aventuras de tiras cómicas de periódicos de domingo, o para escribir en los muros palabrotas que dejaban aterrados a los más grandes.
—¡Este niño es un diablo!— ,dijo uno cuando escribí con un terrón la palabra “puta”. Salió corriendo y fue a decírselo a su mamá. La señora, muy vieja y con una bata de flores, la miró y, claro, frunció el ceño, con lo cual aumentó sus arrugas y su edad.

—“Sí, es un demonio—, dijo y me miró con unos ojos lanzarrayos, reencarnación de la medusa griega. Simulé no escucharla y con una varita puse en la tierra la palabra “culo” y corrí sin saber cuál fue la reacción de la mujer que vociferaba. Cuando papá sacó el libro y acompañó el gesto con la palabra regalo, ¡te traje un regalo!, mi alegría alcanzó para estamparle un beso en la mejilla. Sentí las púas de su barba rala, mal afeitada, y de inmediato retiré los labios, abrí el libro y me senté a la mesa del comedor a hojearlo. Después de tantos años, todavía lo conservo y de vez en cuando lo abro para tener la sensación de que ahí, entre esas páginas viejas, hay algo de él que no se ha muerto.

Decía que uno tiene muchas caras, pero el padre muchas más. O eso creo. El día del regalo tenía una cara de recién llegado de la represa de Miraflores donde trabajaba como intérprete de los constructores estadounidenses; era un rostro cansado y con partículas de polvo, y sus ojos, casi siempre de un claro amarillo, estaban oscuros. En ellos había una alegría contenida que no pude entender, ¿por qué miraría así, si acababa de traerme un libro?, ¿por qué no se arrimaría a la mesa a leerlo conmigo?, ¿por qué saldría a encerrarse en su cuarto?, quizá estaba estropeado por el viaje, o tenía preocupaciones que entonces uno no alcanzaba a comprender, porque uno a esa edad temprana quiere ser el centro de todo y una actitud como la suya le parecía a uno una especie de castigo. Me quedé en la mesa viendo pasar letras, palabras e ilustraciones, y después caminé con sigilo hasta el cuarto suyo, pegué una oreja a la puerta y así permanecí un rato: al principio, no escuché nada. Esperaba, por ejemplo, un ronquido, pero nada, silencio. Luego creí oír un sollozo y quise tocar, vacilé, no sabía si hacer algún ruido para alertarlo, o quedarme ahí. Me devolví a la mesa y guardé el libro. Imaginé que el hombre -¿qué es un hombre?- estaba llorando y supuse que era por la alegría de haberme traído un regalo distinto, no eran dulces ni tortas ni monedas para golosinas, sino un libro. Al rato volví a acercarme y escuché sus ronquidos espesos.

Lea también: Del complejo de Edipo y otros “madrazos”

Hago un esfuerzo para recordar la cara más nueva de papá y siempre la memoria me lleva a la foto de su primera cédula, una cara simpática,  sonrisa contenida, un bigotito casi de mentiras y la mirada contenta, en blanco y negro. No me llega con claridad el rostro que tenía la noche en que llegó a casa y mamá no estaba. Había salido a alguna diligencia que nunca supe. Solo me acuerdo que ante la soledad empecé a llorar, es posible que hubiera tenido dos años, porque, según me enteré después, correspondió a los días en que habitábamos en una casa del barrio Manchester, muy grande para tres personas, o eso creía uno, que los espacios eran de más dimensión de la que realmente tenían. Aquella pudo haber sido mi primera sensación de desamparo, verme solo, en penumbra, caminando por un pasillo de cemento, mirando el cielorraso y escuchando ruidos dentro de él, yendo a la cocina y ahí descubrir el súbito paso de una rata, luego asomarme al patio de bifloras y sentir el rumor sordo de las matas, correr hasta una ventana que daba a la calle e intentar abrirla sin éxito y principiar a gritar, a llamar a mamá, a correr en redondo por la sala, y luego escuchar un golpeteo en la puerta de entrada, primero suave, luego más fuerte hasta convertirse en un demoledor sonido, no sé quién lo producía, pero después apareció él, la cara demudada, rabioso con certeza, vociferando.—¡Qué son esos gritos, qué son esos llantos!-, supongo que esas eran sus palabras.

Vino hasta mí y me tomó en sus brazos, me dio consuelos y sin embargo yo persistía en mis berridos y él comenzó a impacientarse, seguramente decía o pensaba puñetero pelado cállate, puñetera mujer dónde te has ido, cállate que me vuelves loco, pudo haber sido así, y luego mamá en la puerta, tampoco recuerdo su rostro, quizá asustado, lo más probable asombrado por el espectáculo de su chiquillo alborotado y su marido enardecido. Los dos se observaron frente a frente y estalló una algarabía, hablaban al mismo tiempo y eso fue suficiente para renovar mis aullidos. No sé cuánto tiempo pasó entre los primeros alaridos y los últimos susurros, pero todo se fue calmando, ellos en la mesa y yo caminando por ahí, sin preocupaciones.

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