Despejando brumas

Autor: Sergio de la Torre Gómez
25 junio de 2017 - 12:10 AM

Semejante faena no es apenas un fenómeno cronológico, sino que comporta también el pulso sicológico, o muñequeo, que sostienen dos enemigos viscerales

Si mal no recuerdo el conflicto con el M19 se resolvió en breve tiempo, mucho menos del gastado en las negociaciones de La Habana con las Farc, sin contar con   los meses ya corridos de la ejecución inicial y de la “implementación” de lo acordado.  Implementación que, debido al recelo y suspicacias que la rondan, aún no llega a su fin, ni parece que llegará en el plazo fijado por   el   gobierno, colmado   de entusiasmo desde el comienzo mismo del proceso de paz, cuando nuestro muy ufano presidente predijo y sentenció que dicho proceso tardaría meses y no años. Y todos aplaudimos a rabiar. A fuerza de optimistas ignorábamos entonces   que semejante faena no es apenas un fenómeno cronológico sino que comporta también el pulso sicológico, o  muñequeo, que sostienen dos enemigos viscerales que se sientan frente a frente para zanjar por las buenas   viejos antagonismos. Ambos se miden y estudian, conscientes de que quien finalmente prevalecerá no es el que más blasone sino el que muestre a la vez mayores temple y calma. Mejor dicho, quien aguante la espera y controle su impaciencia sin patear la mesa a destiempo.

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O sea que el músculo cuenta, pero también la voluntad, ya que, como en el caso de La Habana, no se trata de  una capitulación sino de una negociación, a cuyo fracaso le teme  tanto la parte que luce más frágil como la que aparenta más fibra.  Pues el afán  o interés  de conciliar  lo experimentan  ambas por igual.  Al  fin  de cuentas el poder de una guerrilla  cualquiera se calcula  no  por el  número de hombres o fusiles  sino  por su capacidad de daño, soportada  en elementos tales como la clandestinidad, el factor sorpresa  y el terror, que son  sus  armas  más  letales, que el  gobierno  de turno, al enfrentarla, se olvida a veces de  contabilizarlas como desventajas  estratégicas del Estado.   Y hablando de daño, me refiero no solo al militar sino  al social  (población desplazada, etc.) y  al económico, incluyendo el que sufren  la infraestructura y el medio ambiente.  Es ahí donde se equipara o empareja una guerrilla pequeña (que con  ligereza suele  juzgarse  por su tamaño)  con el Estado y  la Nación en él representada. Y ello explica que grupos armados ostensiblemente menores, como el de Tito en la Yugoeslavia ocupada de los años cuarenta, o el de Fidel Castro en la Cuba de Batista, sin haber  pactado   armisticio alguno   acabaron imponiéndose  a un  rival   muy superior, gracias a que los tres factores atrás enunciados  les   permitieron compensar  su inferioridad física.

Concluyamos por hoy diciendo que el marcado desequilibrio o contraste entre todo  un país, dotado de  una fuerza pública (ejército y policía) de medio millón de hombres, de un  lado, y del otro 7.000 guerrilleros, ese desequilibrio  o diferencia , digo yo, no cabe  reducirlo a la nuda aritmética en  el análisis comparativo o  valoración objetiva  que  se  haga  para  predecir  o  averiguar  quién  vencerá a quién.  En guerras larvadas, libradas en topografías tan complejas como la nuestra, la experiencia histórica universal enseña que nadie sale derrotado.  Hay repliegues sí (máxime si se cuenta con países vecinos que brindan refugio), pero  para   reaparecer  luego.   Si la guerra que se sostiene con la guerrilla colombiana actual, o lo que resta de ella, fuera una guerra convencional, ya la habría ganado el Estado.  Menester es entonces obrar con realismo y armarse de paciencia en el tramo que falta  para  que,  en serio y a plenitud, reinen aquí por fin el  sosiego y  la paz.

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