Czeslaw Milosz y el sentirse exilado

Autor: Memo Ánjel
16 diciembre de 2018 - 09:08 PM

O el regreso a una infancia con demonios necesarios

Medellín

En realidad, nadie sabe hasta qué punto pueden cambiar de aspecto.

Czeslaw Milosz. El valle del Issa.

La poesía

El oficio de poeta consiste es hablar de lo que nadie ha visto ni sabe de eso que está ahí, invisible a la rutina y al desprecio, que son palabras que se parecen y tienen en común el andar con los sentidos ciegos. Son dos palabras que desconectan y, en esa desconexión, aparecen los encierros y el no más. Así el trabajo del poeta (como el de los descubridores) es salirse del encierro y crear con palabras lo que percibe, dotándolo de formas y espacios, de movimientos y relaciones, para que aparezcan otras tierras y cielos, otras gentes y figuras con las que conviven para poder existir. La palabra poéia significa creación y sí tomamos los primeros versículos de Bereshit (el Génesis), D’s es un poeta y lo que crea nace de las palabras que dice, pues a cada cosa le pone nombre y lo que tiene nombre existe, se ubica y permite el movimiento. Como decía Filón de Alejandría, Davar (palabra en hebreo) es palabra y cosa al mismo tiempo. No hay palabras vacías (ni siquiera la palabra inefable, que contiene lo no nombrado) y por eso el mundo es un compuesto de palabras. Si hay palabras hay mundo y este depende del número de palabras que hayamos creado para entenderlo. Cuando se habla y escribe, sabemos que tan grande o chico es el mundo de quien nos dice algo.

El primer mundo al que asistimos es al de la infancia. Allí todo es nuevo, las cosas (que para existir son hechos, como decía Ludwig Wittgenstein) son invitaciones a tocarlas, las acciones dicen que todo cambia y, lo más interesante, que nosotros estamos ahí en entre el entender (o al menos soñar) y saber que se puede jugar con lo que aparece. Todo niño es un poeta cuando está solo. Y si bien los mayores le han ido dando palabras para que entienda de formas y relaciones, de prohibidos y permitidos, el niño se inventa las propias y con ellas nombra lo que quiere y lo asusta, eso que ansía y lo tranquiliza, lo cercano y lo lejano, lo qué es él soñando y despierto. A estas palabras mágicas, don Alfonso Reyes (el escritor mexicano), las llamo jitanjáforas, que son invenciones, significados abstractos o absurdos, sonidos que deleitan y se usan para querer a otro. O asustarlo. Ya, en términos de Georges Perec (el escritor francés), son lo que recuerdo y puedo hacer juegos con ello.

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Czeslaw Milosz fue un poeta lituano con ascendencia polaca y noble. Y sus recuerdos más poderosos fueron los del Valle del Issa, pues cuando escribió este poema en prosa, largo y repleto de imágenes, lo que hizo fue recuperar la infancia estando él en el exilio. Ya se sabe, en el exilio perdemos la niñez y, al no tenerla a mano, somos otros entre otros, seres desnombrados, yendo por caminos donde no nos encontramos y tratando de regresar sin lograrlo. El exilio es el destierro (perder la tierra que nos hizo) y en esta situación (exilados), solo quedan los recuerdos y hay que aferrarse a ellos para no desaparecer como lo que soy, al menos un hombre que cierra los ojos y se ve en su origen, que es el punto desde el que empecé a fluir. Sin sus orígenes en la boca, el exilado ya no existe. Por eso, para evitarlo, habla (y si no puede, escribe), compara, confunde, se burla, se recoge y vuelve a las primeras palabras, las ciertas y las inventadas, esas que lo hicieron niño. Dicen que Milosz, desde una colina, miraba la bahía de San Francisco (California) y veía los barcos, los que iban venían haciendo sonar sus sirenas. Veía también los que se despedían y se abrazaban. Y él, exilado, buscaba palabras, primeras palabras, para irse sin moverse.

Lo polaco.

Isaac Bashevis Singer, en 1988, publicó un libro: El señor de los campos, una historia que habla de Polonia en el año mil, cuando todo por allí era magia, gente primitiva (los primeros) y diablos por todas partes, que son los que andan por ahí revolviendo, incitando, asustando y riendo. Y en esa novela, hablaba de los polacos (Pola quiere decir campo), señores de las vastedades, los bosques y los valles, los ríos y los orígenes. Y Singer no habla mal de nadie, solo escribe de hombres y mujeres, de palabras que nombraban todo lo entendido y de cosas que se presentían, que llegaban entre los vientos o se insinuaban en la noche y entre los cambios de estaciones. Y en esas presunciones estaba la vida, lo mágico, los inicios creadores. Y Polonia, que no era un país sino una tierra, una certidumbre, sin fronteras, un algo que se contraía y se ampliaba. Una cultura. Supongo que Bashevis Singer leyó a Milosz que, en 1956, había publicado ya El valle del Issa, que está en Lituania (el país de las cruces) pero solo es posible de entender en polaco. Los lituanos se refugiaron en la cristiandad, en tanto que muchos polacos inmigrados (a pesar de ser tan católicos), siguieron en los días mágicos, en tiempos distintos a los de Varsovia y Cracovia, conviviendo con viejas religiones animistas. La civilización es solo la capa superior de la cultura, el vestido, la apariencia, el sometimiento. La cultura, el contenido que fluye cada tanto y trae consigo los días del andar, el sembrar y asistir a los hechos invisibles. La civilización es la razón y la materialización del pensamiento pactado, es un final y por eso se destruye. La cultura, en cambio, le apuesta a la sinrazón y al desorden. A los días de la creación, que vuelven y aparecen cuando ya todo se acaba. Y en este inicio, la música (Chopin, por ejemplo), los viejos relatos, el teatro, los demonios, recrean el mundo. Para el caso de Czeslaw Milosz, las tierras de Polonia (sus orígenes), que contienen lo polaco, eso que no se cristianiza porque habita el tiempo de los primeros tiempos, cuando D’s no había despertado y solo existía el agua, y esta fluía.

Cuando Napoleón Bonaparte llegó a Polonia, tuvo un hijo adulterino con María Walewska (Alejandro José) y llevó la Ilustración a los salones de la aristocracia. Esto no les gustó a los demonios, que se alteraron y, en consecuencia, el emperador comenzó a caer en las trampas que le pusieron, que fueron variadas, impredecibles e irracionales, pues llegaron de los bajos del ombligo. El imperio comenzó a hacer aguas hasta que Wellington dio el puntillazo en Waterloo. Un diablo este inglés, eso se dijo. Un diablo, grande, vestido a la alemana, como los diablos del valle del Issa, concebidos a lo polaco: muy señores de los campos.

El valle del Issa

Czeslaw Milosz ganó el Premio Nobel de Literatura en 1980, más por sus poemas y ensayos sobre Europa y el asunto del pensamiento cautivo (su lucha contra el stalinismo), que por sus dos grandes relatos: El Valle del Isa (Dolina Issy) y El poder cambia de manos, una novela impresionante sobre la guerra civil que se dio en Varsovia entre comunistas y derechistas (en 1944), mientras el Ejército Rojo esperaba en las afueras a que se resolviera el asunto. Así, un ejército asiste a la destrucción de dos. Un diablo grande, mirando cómo se muerden y pican dos diablos chicos.

Los colores de otoño en el valle del río Issa son memoria en Milosz e imagen de sus obras.

Y persisto en esto de los diablos, porque El Valle del Issa, en particular y en palabras de Milosz, viven más demonios que en otros lugares. Demonios que se visten a la alemana, con zapatos de tacón alto y se parecen mucho a Kant. Y entre esos demonios aparece Tomas, un muchacho de trece años (al final de la infancia y al inicio de los deseos) y convierte todo aquello en un lugar mágico, desmesurado, propicio para los inicios se den, lo bello y lo malo bailen polonesas y mazurcas, a la par que, el umbral entre la razón y la sinrazón, sea la tierra con todo lo que contiene.

Este muchacho, Tomas, que se aferra a la infancia porque teme la adultez de la que ha sido testigo en la ciudad, encuentra en el valle del río Issa lo que son sus inicios. Y se regodea con ellos entrando en la fantasía, pero conjugando lo irreal con lo real, jugando con leyendas y cuentos de los viejos, con ir por ahí reconociendo plantas y árboles, animales y seres invisibles. Y en este juego, donde se gana y se pierde, y aparecen caras como las de los personajes de Goya y los cuadros de las iglesias (lo que incluye ángeles barrocos, que son cara y alas no más), todo está revuelto y en orden, todo es cierto y absurdo, cada acción tiene su reacción y no se sabe cuál, pues los diablos tienen la virtud (si se puede hablar de virtud en ellos) del desorden en medio del orden (la gente del Valle del Issa dice que son alemanes). Y en esa contradicción, el niño aparece y es un jugador más, un andante-imaginante, un buscador de cosas para asignarles palabras y así estar en la vida sin darse cuenta de que lo está. A los trece años, antes de que empiece la edad de los deberes, la vida es literatura y, en especial, poesía, teatralidad y memoria que no molesta. Y en este escenario, las gentes, los animales, las plantas, los paisajes, los cambios del clima, las sombras de la chimenea, los ruidos en el techo y los que llegan del sótano, las palabras, conforman el poema enorme de los inicios, que contiene muchos diablos porque estos juegan a las cartas, hacen fiestas y son ingeniosos. El poema del exilado que, desde ese montículo desde donde ve la bahía de San Francisco, se recuerda haciendo magia, cazando demonios, trayendo a su mente olores y sentires de piel, calores y fríos, pies en el agua y manos acariciando la yerba, días de color y noches de brujas.

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Para un exilado como Milosz, lejos de la tierra y las palabras, de la paz y de la guerra, del miedo polaco y la alegría de verse en los ojos de los suyos, El Valle del Issa es su década del 1950. Un año de destrucciones y reconstrucciones, de viajeros e inmigrantes, de búsquedas de alguien con quien tomar un café en compañía y poder tocar para saber que si es cierto y no una aparición enferma. Los años del exilio son los de llevar toda la vida encima sin tener un lugar donde depositarla.

Czeslaw Milosz regresó a Polonia y, como era católico o por azar, murió en Cracovia, la ciudad de las iglesias. Supongo que fue por su Valle del Issa, pero la vida no le dio tiempo. Los diablos lo lloraron en esta última ausencia.

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